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Aislados

El paseo marítimo que une Arrecife con Puerto del Carmen pasando por Playa Honda es uno de los grandes aciertos de las inversiones públicas que se han hecho en la isla. Miles de residentes y turistas recorren diariamente el mismo y resaltan la forma tan positiva con la que contribuye a su calidad de vida. Es verdad que a veces está intransitable en la zona del perímetro del aeropuerto porque los alcaldes de Tías y San Bartolomé, distinto partido pero igual comportamiento, no saben retirar con prontitud el jable que se acumula cuando el viento sopla con fuerza. Parece que nadie les ha explicado que cuando el tiempo es adverso no hay que agarrarse a esa excusa para justificar el mal sino redoblar los esfuerzos para garantizar el disfrute de sus convecinos.  No sé qué pasaría con sus pueblos si en lugar de aquí, en Lanzarote, zona cálida y benigna, estuvieran en el norte europeo donde se acumulan en invierno metros de nieve y que desaparece, a pesar de las inclemencias del tiempo, en horas de las carreteras por la actuación decidida de sus autoridades.

Al margen de eso, el  paseo en una permanente exposición del paisanaje insular.  Turistas y residentes, mayores y niños, gordos y flacos,  hombres y mujeres,  sedentarios redimidos y deportistas acostumbrados se tiran al paseo en busca de unas horas de de ejercicio físico, reclamando hábitos saludables en un mundo donde parecía que nos lo queríamos comer todo. Los hay que van solos, otros que van en pareja o con amigos. También abundan los que deciden hacer su recorrido en bicicleta u otros con sus perros. Se suman en el mismo espacio un montón de gente de distinta condición ( social pero también física) que se jerarquiza de distinta forma y por tramos.  En algunos sitios,  en las partes más urbanas, la concentración masiva de niños y mayores, hace que la bici y el perro tengan que ajustar sus ritmos a las esencias familiares mientras que en otros se disparan pedales y chicharras, a veces sorprendidas por cuerdas demasiado generosas en el contacto entre el dueño y su perro. Aun así, es un mundo multicolor que anima a disfrutar de la vida, a sumergirse en ese espacio lleno de sonidos diversos y de señales acústicas elementales.

Por eso, me sorprenden mucho aquellos que deciden hacer su recorrido, pasar su hora de ejercicio al aire libre, con los oídos amarrados a sus auriculares, escapando de ese suculento manjar natural para embostarse de música enlatada que mejor podrían oír cuando vuelvan a la hogareña soledad, patria de regocijos insospechados.

No entiendo que se pueda  prescindir del murmullo del mar, del silbido del viento mientras castiga nuestra cara con la arena que lo invade todo, del sonido que se escapa de los esforzados deportistas que pasan a nuestro lado. Tampoco entiendo que se quiere escapar del jadeo perruno que clama en los encuentros fortuitos de mascotas ajenas o de los gritos de la chiquillería que entorpece nuestro paso pero alegra nuestros corazones.  O prescindir del silencio que nos embarga en nuestro andar solitario antes de que irrumpa en el cielo alguno de los cientos de aviones que se posan o salen de la pista de Guasimeta.

 Esa mezcla de sonidos, ese aire, con  su salitre y, en ocasiones, queroseno identifica un lugar maravilloso, como recoge Juan Antonio Suárez en sus fotografias, para estirar las piernas y agudizar el oído. En una isla como esta, pequeña, querer aislarse es una redundancia; es simplemente rebuscar en la necesidad para no encontrar nada.

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