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Otro museo para El Berrugo

Este fin de semana ha comenzado a instalarse al sur de la isla el Museo Atlántico de Lanzarote, el "primer museo submarino de Europa", como repiten desde las instituciones gobernadas por Coalición Canaria, siempre tan acomplejadas con nuestra realidad, así sea la geográfica, que debería ser la más clarita y objetiva. Se ha polemizado ya sobre el inmenso negocio, pagado por todos, que ha significado (alquiler de talleres) y seguirá haciéndolo (póngame un museo en la terraza) para unos empresarios muy concretos. Nos hemos preguntado qué tiene de original (nada, hay réplicas o similares en Cancún, en islas del Caribe, lo hubo en el Támesis y hay en La Palma), o de qué manera pervierte el espíritu de los Centros de Arte, Cultura y Turismo ideados por genios como Manrique o Soto (todos ellos únicos, poniendo en valor elementos de la identidad natural, paisajística o cultural de Lanzarote; generando espacios para la visita fuera de las propias urbanizaciones donde se aloja el turismo de masas).

Pero hay otro ejercicio que, por dignidad, no podemos dejar de hacer: relacionar a esta obra con el espacio que lo alberga; cuestionarnos acerca de qué tierra es esa a la que se fijan las grises esculturas de De Caires.

El lugar importa; la obra, sin su contexto, es una broma pesada. Las sociedades, cuando ubican sus espacios de referencia, están haciendo una declaración de intenciones. Cuando Gran Canaria inauguró su Museo de la Cueva Pintada lo hizo allí donde su gente antigua tomaba decisiones; cuando se construyó el Zócalo, en el D.F., se ideó pensando en los siglos de historia que atesora el entorno; y hasta para las grandes tragedias, como cuando Polonia puso en marcha el Museo Estatal de Auschwitz, se hizo como memorial del horror vivido.

Y claro que merece el Berrugo (zona de la isla sobre la que se asienta el Puerto Marina Rubicón) un museo, pero no precisamente al hormigón armado de los machangos sumergidos, sino a la playa y la vida que sepultaron y a la lucha de un pueblo contra el disparate. Debería servir aquel espacio para rememorar la rebeldía amarrada de una isla que sintió cómo le vendían el alma y que defendía el derecho a ser, a pesar de lo que impusiese el dinero.

Un museo a las salinas que hubo y se cargaron, a la arena negra y las hileras de jareas. A las caravanas con pancartas hacia el sur, al Foro Lanzarote, a los megáfonos cargados de coherencia y a todos los que, aun chinijos, descubrimos la dignidad de tanta gente batalladora. Al "si luchamos podemos perder pero si no lo hacemos estaremos perdidos"; a la casa de la que colgaban carteles avisando sobre las playas que hubo; al "Ni una cama más" retumbando por Arrecife y a las ilusionantes experiencias políticas que nacieron de todo aquello.

Un museo, por qué no, a todas nuestras contradicciones: a la ordenación del territorio y sus incumplimientos, a los mamotretos de espanto, a los políticos corruptos, a los empresarios corruptos, al yate de José Francisco, a todos los del "Caso Yate". También a las lágrimas derramadas ante la arrogancia de la maza contra las puertas de la casa de los Medina.

Un museo, en definitiva, ejemplar y único, en el que seamos capaces de reconocernos con las grandezas y miserias que nos han llevado hasta aquí. Ese es el museo que merece el Berrugo, y el que le haría falta a Lanzarote para no olvidar lo que hemos sido, y aprender a seguir siendo. Los turistas, destinatarios privilegiados de toda acción gubernativa, también lo disfrutarían, admirando a la gente nuestra que luchó por conservar su cachito de mundo.

Pero nos gobiernan, decíamos al principio, quienes se acomplejan de nuestra realidad, y prefieren disimularla bajo el celofán de la copia simplona y "los primeros de Europa", quizás porque se saben responsables de lo que ha sido. Por eso prefieren seguir haciendo lo de siempre: parcelar, echar hormigón y esperar a que a unos pocos les aproveche.

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