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EDITORIAL del domingo Cuando el Estado se alarma

El hecho de que los controladores aéreos hayan abandono de forma masiva sus puestos de trabajo ha dejado en evidencia a todo el Estado español. Miles de pasajeros abandonados en los aeropuertos en la salida de un puente, aviones desviados a otros países, un gobierno al borde de un ataque de nervios y las islas incomunicadas. La tormenta de los controladores ha sido más dañina que una docena de inviernos blancos  con huracanes y descargas de aparatos eléctricos. Nunca antes el cielo español había sido sólo para aves. Un verdadero desastre que ha exigido hacer uso de la excepcionalidad para volver a la normalidad: decretar el estado de alarma.

Desde el mediodía de ayer, los controladores aéreos están movilizados, al mando de militares, y obligados a ir al trabajo so pena de desobediencia que les puede llevar a la cárcel después de pasar por un tribunal militar. La medida es extremadamente dura, tan inusual que asusta. Pero conociendo los hechos y los riesgos que hay que se repita, si no se quiere claudicar ante algo que es realmente injustificable,  parece acertado el paso dado por el gobierno.

 Está claro que a esos miles de españoles que se han visto metidos en un túnel de ansiedad cuando pensaban disfrutar de un puente de vacaciones, nada les devolverá su normalidad. Pero no puede repetirse. Por sentido común, nadie puede cobrar cantidades tan desproporcionadas y no ajustadas a los precios internacionales. El artículo huelga de controladores aéreos, del controlador aéreo Francisco Capella, en el diario Libertad Digital lo resume muy bien.

 Ni por interés nacional. España es una potencia turística mundial, donde la aviación es el eje fundamental. Cuando se habla de vacaciones, descanso y relax, el aeropuerto suele ser un mal necesario. En condiciones normales. Cuando las condiciones son las de estos días, el aeropuerto es un lugar a evitar. Y así, a Lanzarote, a Canarias y a muchos de los destinos turísticos no llega nadie.

 Descritas las circunstancias sufridas por terceros, la trascendencia económica y de credibilidad del estado, hay una razón también para manifestarse de forma inequívoca contra los controladores. Nadie, pero nadie, puede abandonar su puesto de trabajo porque no le gusten sus condiciones futuras. Y menos todos a la vez. Y todavía peor, excusándose por estar enfermos, pregonando a todo el universo que no hay enfermedad de transmisión más inmediata que la de ponerle frenos al derroche de dinero que se estaba haciendo en un colectivo que ganaban como banqueros, que se organizaban su propio trabajo y que se creían que el cielo era de ellos. Al parecer, con el estado de alarma se volverá a la calma. A que los cielos, como las playas, dejen de ser lugar de privilegios de unos pocos y pase a ser de dominio público y de uso libre de acoso.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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