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Aparicio

No necesita nombre ni más apellidos para que cualquier seguidor o practicante de lucha canaria en Lanzarote sepa que nos referimos a él. Evidentemente, José Luis Aparicio Morales tiene nombre propio y apellido de madre. Pero su larga y sacrificada labor a lo largo de su vida en la lucha canaria lo ha hecho merecedor de un reconocimiento popular que alcanzó su momento álgido el pasado día 1 de octubre. En Tao, en una de las cunas de la lucha canaria de esta isla y en su querido pueblo donde, por conducto familiar y vecinal, mamó lucha desde pequeño, Aparicio se escarranchó en el terrero y disfrutó del espectáculo de sentirse querido por su gente. Por los luchadores, por los directivos, por los federativos, en compañía de su prole, que vivía también con orgullo el aprecio del  que disfrutaba el Aparicio de la lucha canaria de estos últimos cuarenta años.

Le conocí muy pronto. Hace más de 35 años. Fue en una luchada juvenil en Tao, en una de mis primeras luchadas, en aquel rincón de la sociedad  del pueblo, llena de sillas de madera y con un monturro de jable mal extendido en el centro. Me tiré a uno y en la tercera agarrada, el  segundo luchador con el que agarré me pegó un toque por dentro que me dejó comiendo arena.  Le levanté la mano y me fui a sentar al lado de mis compañeros de equipo. La tristeza me embargaba de mala manera. Aquel muchachito, con la mitad de cuerpo que yo pero con el doble de maña y mala idea, me había tirado como un chinijo. Que es verdad que yo era un chinijo, pero más chinijo era aquel descarado al que tuve que levantar la mano para demostrar nobleza donde no pude exhibir victoria.

Me quedé allí, sentado, al lado de mis compañeros pero completamente ausente. No oía ni pitos, ni aplausos, ni los gritos de consejos ni de reproches del mandador al resto de luchadores. El mundo se me había parado en aquella caída no deseada. En aquel amago de cogida de muslo y el ataque decidido y perfecto del  bravo y diminuto chico aquel.  De pronto, alguien me tocó la cabeza  y me intentó consolar. "No pasa nada, la lucha es así, un día se cae y otra se tira. Entrena y verás que la próxima vez podrás", me dijo. Le miré, era para mí un desconocido, un hombre sonriente, apoyado en una muleta.  Le hice un gesto quitándole importancia, le sonreí, avergonzado, como aparentando que no pasaba nada. Supe quién era cuando el mandador, Manuel Hernández, me preguntó: "¿Qué te dijo Aparicio" ?. Desde ese día, fue Aparicio. Y desde ese día no ha dejado de aparecérseme  en distintos lugares con su clásica estampa de tirantes y bastón. Le volví a ver en miles de luchadas, en conferencias de lucha, en reuniones de entes federativos aquí y en Tenerife, y en la presentación de mi libro. Y siempre saludaba con su sonrisa puesta.

Pero Aparicio, además de sonrisa, tenía carácter y criterio. Le vi en Tenerife  a mediados de los años ochenta, defendiendo los intereses de la Federación Insular de Lanzarote, sin perder la compostura pero sin aflojar un punto de la lista que le mandaba Juan Pérez, presidente de la lanzaroteña en aquellos tiempos. También le vi colaborando en todos los homenajes a luchadores y gente cercana a la lucha que se celebraban. Algunos le tenían más miedo y menos estima que yo, porque sabían que no era de los que dieran el brazo a torcer sin convencimiento previo. Era todo menos un enclenque.  Era y es, sobre todo, un enamorado de la lucha canaria. Un practicante convencido que ha vivido la lucha con la emoción especial del que disfruta del éxito de los demás.  Merecido homenaje. Felicidades y gracias por todo lo que ha dado y por lo que seguirá dando a este deporte nuestro.

Es el ejemplo que pongo, mi preferido, cuando alguien me quiere decir que la lucha canaria es un deporte de magos y brutos. "¡Vete y díselo a la cara a Aparicio!", les reto.

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