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Cuando yo soy

 No hay ninguna persona más difícil de analizar que el yo. Todo el mundo es capaz de ver en el otro lo que hay y hasta lo que no hay. Pero cuando se llega al yo, cuando las miradas se orientan hacia ti mismo, no te das cuenta, siquiera, que a la única persona que no puedes ver de cuerpo entero, sin ayuda de un espejo o similar, es a ti mismo. Venga, inténtalo. Mira al de al lado. Perfecto, lo has visto completito. Ahora, mírate a ti. Exacto, te ves sólo partes, aquellas hacia las que orientas la mirada, dejando fuera todas las partes de ese cuerpo serrano tuyo que no entran en el foco visual. ¿Entendida la idea? Ok. Pues preparado entonces para pasar de la limitada observación física a la limitadísima visión mental que tenemos de nosotros mismos.

 

No se trata, tranquilo, de un catón de psicología. Es simplemente un ejercicio para que se pueda entender la reacción de los personajes públicos que son lectores tuyos, que te siguen diariamente, que te felicitan por tus artículos cada vez que tienen oportunidad, que te alaban incluso públicamente pero que no se reconocen cuando son ellos los que aparecen en el artículo. Bueno, miento, sólo no se reconocen cuando la valoración asciende a crítica y rompa su imagen celestial o perfecta. Cuando, aunque sea por error o por desconocimiento, le atribuyes mérito, capacidad u obra no merecidos los adoptan como propios y mantienen el nivel de alabanza sobre tu genialidad. El yo, ese señor a veces tan desconocido que nos acompaña a todas partes pero que no siempre se manifiesta si no hacemos diarios esfuerzos para ponerlo en su sitio.

Entonces, cuando tu seguidor diario, cuando tu adulador impenitente se encuentra a sí mismo en su artículo de lectura diaria, todo lo que ayer le hacía gracia, todo lo que alababa como valentía decae a la consideración de pura traición y levedad. Ya no sonríe. Ya no suelta exclamaciones divertidas, ya no disfruta, ya empieza a sentirse mal consigo mismo. Descubre, de repente, que los artículos no están escritos expresamente para hacerle más digerible sus desayunos, para vengar en su nombre sus incapacidades, para que él sienta que leyéndolos también es autor y protagonista. Sólo hoy, sólo ante aquello que le daña y le pone ante el señor que le acompaña todos los días, es él el protagonista. Sabe que es cierto, sabe que es verdad todas y cada una de aquellas palabras, sabe que es la mejor descripción que ha visto nunca escrita sobre sí mismo. Pero, por contra, sabe que él no es más que otra de esas personas que tanta risa y satisfacción le provocaba verla destripada en artículo corto y sagaz.

Entonces busca un espejo y se mira. Y ya se ve completo. Pero no está dispuesto a que nadie más lo vea. Acaba de descubrir que es imperfecto, como todos. Quizás hasta una pizca peor. O a lo mejor, exactamente igual que el resto de los que tanto le divertían. Y lo primero que hay que hacer es romper el espejo, ese donde cualquiera pueda verlo tal como es. Empieza a blasfemar en arameo contra quien puso de ejemplo. Llegan las amenazas y las retiradas vampíricas a espacios donde no haya espejos ni opciones que lleguen.

En ningún momento, de entrada, ninguno acepta que el problema no es del espejo. Que el espejo, cuánto más neutro, cuánto más objetivo, con más contundencia, con menos miramientos, le reflejará. A partir de la reflexión inicial, después del tiempo necesario, están los que aprovechan haber visto lo negado hasta ese momento y quienes se escudan para siempre en su ego en contraposición del yo.

Si lo interioriza y analiza, volverá a disfrutar leyendo lo que hasta ese momento le hacía sentirse bien. Si no, en lugar de leerlo una vez, con normalidad y disfrute, acabarán recitando palabra por palabra buscando el mínimo error de cualquier tipo o tipografía para justificar que quien les dijo lo que desconocían de sí mismos también se equivoca. Ni que hiciera falta tanto rodeo para aceptarlo. Seguramente sea igual, incluso peor, que él. Pero, desgraciadamente, eso no le quita ni un ápice de credibilidad en lo que le contaste para que lo leyera la sociedad y no sólo él. Con la misma naturalidad y responsabilidad que lo ha hecho las miles de veces que ha descubierto con tanta satisfacción a lo largo de todo el tiempo. Y nada cambiará.  A quien tiene que cambiar precisamente ese artículo es a él. Esta vez quien disfruta de la profesionalidad son todos los demás, todos esos de los que él formó parte hasta que fue el protagonista. Así de sencillo, así de cierto.

Son más de treinta años conviviendo con esa realidad. Que conozco y acepto. Si no hay pan para todos en el mundo, ¿por qué iba a ver capacidad autocrítica para todos?

Dicho queda. Avisado está.

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