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Inmigrantes africanos versus turistas europeos

No son fechas de pateras. Ayer tampoco era un día de los que conocemos como propicios para navegar. Estaba activada una alerta por vientos en la isla y otra por fenómenos costeros en todo el Archipiélago. No parecía el día más propicio para ir a la playa y mucho menos para navegar en embarcaciones de recreo o de poco porte. Aún así, Playa Bastián, en Costa Teguise, vivió uno de sus días más ajetreados, trágicos y dramáticos. Turistas europeos llegados a la isla en cómodos vuelos se encontraron en la playa con toda la brutalidad que representa la inmigración africana. Mientras unos buscaban ponerse morenos y escapar de las heladas tierras de origen, otros morían o simplemente tiritaban, exhaustos, bajo ropas mojadas afectados por la hipotermia. Son dos mundos, que han existido siempre, que ahora se encuentran para romper clichés y reclamar un reparto más justo.

La brutalidad y sinrazón de las repetidas muertes de inmigrantes en la frontera sur de Europa, entre la que incluyo Canarias por afinidad con ese continente pero sin olvidar que somos parte geográfica de África, no necesita comparaciones ni claroscuros para denunciar su miserable existencia. Basta ver los cuerpos de jóvenes, en este caso de hombres, pero en otras ocasiones de mujeres embarazadas y niños, desparramados por la playa y los acantilados como resultado de la mafiosa actuación de patrones de pateras que no ven que transportan personas. Que sólo buscan deshacerse de la carga cuanto antes para escapar del control y disfrutar en su tierra de los beneficios conseguidos con su actuación criminal. Buscan los mínimos riesgos para su actividad y la sorpresa, en esas pretensiones habría que situar el hecho de venir cuando nadie espera que una patera o una embarcación más moderna, pero hacinada, cruce el brazo de mar que nos separada del continente.  

Ni tan siquiera hace falta ver los cadáveres, con ver a los vivos es suficiente. Te encuentras con hombres vigorosos, jóvenes, temblando de frío, y de miedo, expuestos a una experiencia inusual para muchos de ellos, a bordo de endebles embarcaciones, hacinados, maltratados y sin saber nadar en muchos casos. Es una situación de absoluta indefensión. Donde no controlan la embarcación, donde se mueven en un medio que les es ajeno, sin la mínima equipación para soportar el frío de la travesía ni para caer al agua con las mínimas garantías. Son los rigores de la ilegalidad en un ámbito donde sus vidas sólo les importan a cada uno de ellos y a esas familias que dejan atrás, no se sabe si para siempre. Aquí no hay operaciones salida, acompañamiento de las fuerzas de seguridad y responsabilidad política. Sólo mafias y necesidad, un cóctel molotov que estalla con demasiada frecuencia en las orillas de las playas canarias.

Turistas versus inmigrantes. Personas que denuncian si se retrasa el vuelo, dispuestas a pagar por entrar antes al avión, que no viaja si hay viento y que cuenta con un sinfín de garantías  y derechos en sus transportes frente a los desheredados de la tierra. Estos que llegan a la playa a escondidas, mojados siempre, a veces muertos, que no buscan ponerse morenos sino ver que el sol también sale para ellos. Buscan una oportunidad que se les resiste en su tierra, abandonada y esquilmada a partes iguales, en lugares que mitifican bajo las alucinaciones del hambre, de las guerras, de la sinrazón. El hecho de que las playas sean, a su vez, desembarcaderos naturales de emigrantes y espacios de ocio de turistas nos invita a pensar lo distintas que son las cosas según la perspectiva con las que se mire. Y también nuestra fragilidad ética. La de todos. La de Occidente, que mira sin comprometerse con la causa, a pesar de que algunos de aquellos problemas fueron causados por su mano colonial, y la nuestra, por no entender como un problema nuestro estas situaciones e incorporar a nuestras prioridades sociales y políticas el contribuir a que en nuestras costas no se den estas desgracias, que son también nuestras.

Tendrá un coste, seguramente elevado, pero si lo más importante es la vida, la nuestra y la ajena, la satisfacción tendría que ser inmensa. La muerte de siete personas, ya sean de aquí o de allí, ya sea en el hospital o en la playa, en un accidente en la carretera o en el mar, en esta isla es una tragedia que exige respuestas y compromisos para que no vuelva repetirse. Porque, además, no es la primera vez y sabemos que, si no se ponen medios, volverá a repetirse. Y eso no se puede tolerar en un país donde se respete la vida, la igualdad de oportunidades y donde no prestar auxilio al accidentado es un delito.

     

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