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Año 100 (53)

Me hubiera encantado que hoy fuera un día de fiesta en Lanzarote. Para todos, oficial. Que nos levantáramos con el convencimiento de que si los dioses necesitaron un día de descanso después de realizar su obra divina (o terrenal), nosotros, los lanzaroteños,  una vez cada cien años podemos dedicar un día a disfrutar de nuestra propia obra. Si en lugar de estar más preocupados por reventar los actos del otro, estuviéramos en lo que tenemos que estar,  hace un año, cuando se aprobaron los días festivos que le corresponden a cada isla y cada municipio, hubieran decidido cambiar uno, de esos muchos que tenemos, por el día de hoy, 24 de abril. Y que cogiéramos  la costumbre, cada cien años, cada año 19, de cada siglo, de celebrar en esta tierra el día en el que nació el hombre que más influencia ha tenido sobre esta isla y su gente.

Que el 24 de abril fuera una referencia festiva para nosotros, sin necesidad de gastarnos una millonada en actos. Haciendo cada uno lo que más le gusta, pero sabiendo todos que hoy no se trabaja porque alguien se merece que guardemos un día por él. Está claro que esta propuesta no es objetiva, que viene marcada por mi condición de lanzaroteño, como la de todos ustedes, y por la anécdota de que nací el mismo día y mes, 47 años después, que César Manrique. Que vine a saber de la coincidencia cuando yo ya tenía 22 años y el genio 69 por otra casualidad que me sonrojó. Cruzaba aquel 24 de abril de 1988 por la Plazuela cuando alguien, detrás de mí,  gritó “¡Feliz Cumpleaños!” y me volví para darle las gracias y me lo veo abrazado a César. No conocía a aquella mujer, de labios muy rojos y melena muy rubia, pero escape del lugar como si me hubieran herido de muerte. Al rato, cuando me recuperé de la decepción, me di cuenta de la coincidencia. Ahora, desde aquel año, ya no nací un día de un mes, sino el mismo día que César. Al igual que mi amiga Tere, mucho más joven que yo, que también está hoy de cumpleaños entre estos faustos y pompas por el aniversario de quien ya no está pero permanece más vivo y presente que todos nosotros.

Soy de esos lanzaroteños, con más de cincuenta años, que tuvimos la oportunidad de conocer a César Manrique, hablar con él y emocionarnos con sus palabras atropelladas que, como balas de metralletas, salían de su boca para impactar contra todos los que no respetasen el medio ambiente y el territorio de esta isla suya y nuestra.

 Cada vez somos menos los lanzaroteños, por la lógica ley de vida impuesta por la mortalidad, que conocimos en vida a César. En mi caso, ya llevo un año más desde su muerte que el tiempo que compartimos espacio vital. Y tengo marcado a fuego aquel fatídico día de septiembre de 1992, en el que falleció, fruto de un accidente cerca de su Fundación, en la zona que hoy ocupa una rotonda, quizás si hubiese estado en aquel momento, como se reclamaba ya, hubiera vivido unos años más entre nosotros. Pero fui así, una fatalidad que también llegó en un año en el que España vivía su momento de gloria con sus olimpiadas y su expo universal  y nosotros lloramos la pérdida de nuestro gran timonel.

Al revés que el resto de los mortales, César se marchó y nos dejó a nosotros en el paraíso que ayudó a construir con sus manos. La transformación de una isla oscura, dura y pobre en lo que es hoy. Y lo consiguió sin querer cambiar a su gente ni su entorno, únicamente aportando pequeñas (e invalorables) dosis de creatividad y las condiciones para mejorar la calidad de vida de sus convecinos. Y eso, amigos lectores, se merece un día de fiesta como un castillo. ¿A qué  sí? ¡Faltaría más!

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