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Hasta siempre y gracias, Manolo Borges

Manuel Borges, primero por la izquierda, junto a sus amigos de las partidas de golf, Jason Pérez y su primo, a la derecha, José Miguel Ferrer González.

La infancia es el paraíso del que salimos al pasar los años convencidos de que existe un mundo mejor. En ella, vivimos soñando, aprendiendo, interrelacionándonos, buscando, en definitiva, nuestro camino a semejanza o no de los adultos que vemos en nuestro entorno inmediato. Es en esos primeros años de vida, donde fijamos nuestro interés en las cosas nuevas que vamos conociendo y que, luego, pasan a formar parte de nuestra rutina vivencial. 

Yo tuve la suerte de pasar ese periodo en el pueblo de Tías, en los años 70 del siglo pasado. Y de conocer a personas como Manolo  Borges, que nos acaba de dejar, de forma apresurada e injusta, a los 59 años, precipitado por una enfermedad que no le dio ni tregua ni tiempo.  Él era el tercer hermano, por edad, de mi amigo Bernabé, miembros de una familia, los Borges Ferrer, formada por cuatro hermanos y dos hermanas. Muchos de mis mejores momentos de aquella época los pasé con ellos, en su casa de la calle General  Franco, hoy, calle Libertad, en el centro del pueblo, encima del local donde por esa época pusieron la primera Ferretería de Tías, germen del emporio comercial que crearon ellos con su padre, Bernabé Borges Calero, con mucho trabajo, seriedad y visión de futuro.  Recuerdo, como si fuera ahora, las muchas horas que pasé en la habitación que tenían en la azotea para ellos pasar sus ratos, con televisión, tablero de ajedrez y una gran estantería llena de libros, de la que saqué Anaconda, el primer superventas de Vázquez Figueroa que leí y que me enganchó a las historias de este escritor que acabó, con el tiempo, siendo vecino del municipio también.

Allí, en aquella habitación, en la azotea de la casa que estaba encima del local de la Ferretería Tías, la que sería el embrión del mayor centro comercial del pueblo de Tías, Manolo y Bosco, el otro hermano, veían los partidos de fútbol de la Selección con nosotros en un ambiente de tal camaradería que muy pocas veces más he visto en una familia. Aunque ellos dos eran mayores que nosotros, cinco o seis años, un mundo en la infancia, nos trataban con absoluto respeto y compartían con nosotros los comentarios de las jugadas, las apreciaciones sobre el árbitro, todo lo que envolvía el partido. Y había tiempo también para que nos recordaran lo bien que lo habíamos hecho nosotros en nuestro partido de infantiles. Siempre estaban animándonos. Intento recordar a Manolo enfadado, reprochándonos esto o lo otro, como suelen hacer los hermanos mayores, o los hermanos mayores de nuestros amigos. Pero es imposible, y dudo que lo hiciera alguna vez. Siempre se acercaba sonriendo, con esa locuacidad que le caracterizaba y con palabras positivas. Era así cuando éramos pequeños y nos veíamos casi todos los días. Y lo seguía siendo cuando mayor, aunque ya apenas nos veíamos una o dos veces al año o menos. Ya fuera en Madrid, en Las Palmas o en cualquier otro lado donde, casualmente, coincidíamos, allí estaba su sonrisa, su empatía, su simpatía, las del Manolo de la infancia que compartí con ellos. Por eso, ahora, en estos momentos, siento una profunda tristeza, como si hubiese perdido a alguien muy cercano, muy querido, aunque apenas nos veíamos. Y es que he perdido a alguien muy cercano, muy querido, que me trató con un respeto enorme cuando era un niño. Estoy triste porque se va una persona buena, honrada, defensor de lo suyo, que nunca anheló lo ajeno, que dedicó su vida a su familia, porque en ella lo encontró también todo, desde el  trabajo al éxito empresarial, sin olvidar un núcleo familiar que fue para él una piña hasta el mismísimo día final. Nos dejas tristes pero también muy contentos de haberte conocido.  Descansa en paz, buen hombre.

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