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¡Feliz Nostalgia a todos!

 

A medida que van pasando los años, vamos ganando en recuerdos. Y también en pérdidas. Llegas, a este mundo, desnudo en todo. Sin ropa, sin recuerdos, sin vínculos, sin obligaciones, sin derechos. Y, entonces, empiezas a vivir. Con un llanto provocado por seres  extraños, el primero de muchos, llegas a la vida. Y empiezas a sentir. A sentir que tienes hambre, que tienes frío, que te duele no sé qué, que quieres no sé cuánto. Y sientes que empieza el largo, a veces infinito, proceso del aprendizaje a ser persona. Que no es más que empezar a cargarte con la dura mochila que te vincule con el lugar en el que naces, con la gente que te trae al seno de su familia, que es tu familia. Ya se empieza a jugar con el idioma local, con la cultura local, con el rango que ocupan los tuyos en ese espacio físico que también es emocional.

Poco a poco, aquel niño que lloró al sentir el sonido neutro de la mano receptora en su cuerpo recién estrenado/entrenado va empezando a recordar su vivencia inmediata anterior. Y va llenando su mente de enseñanzas vitales. Así sabe que si llora la madre le da la teta, que si sigue llorando la madre le hace eructar, que si sigue llorando la madre le lleva al médico.  El llorar es bueno, inicialmente.  Es una forma de llamar la atención, de reclamar la atención. Al principio, casi la única. Después, el  llorar se complica, como casi todo. Se puede llorar de alegría, de conocer a una persona maravillosa que tiene en el mundo el objetivo de ayudarte a ser feliz. Pero también te provoca el llanto el hijo de puta que abusa de que lo quieras para arrastrarte por el fango, para lastimarte, ofenderte y destruirte. Por eso, es imprescindible el apoyo de un montón de gente para entender la vida y bucear con éxito entre peligros y oportunidades.

Los familiares, los amigos, los vecinos, los profesores, los compañeros de clase, los compañeros de trabajo, los jefes, las autoridades, los libros, los medios de comunicación y un montón más de agentes comienzan a aportar su granito de arena en nuestro aprendizaje, en nuestro contacto con la realidad circundante. Se adquieren conocimientos, se estrechan lazos. Aprendes y te enamoras; te enamoras y sufres. Sufres y creces y te vuelves a enamorar y aprendes. Y toda esa gente va ocupando un puestito en tu corazón, en tu cerebro. Y con todos tienes momentos especiales. En el inicio, en la infancia, en la adolescencia, en la juventud, los ratos negativos suelen ser de los otros. Los nostálgicos en la cena de Navidad suelen ser nuestros mayores. Vemos en el fondo del salón al abuelo, escondido detrás del bullicio de villancicos y zambombas, hacer cábalas con la posibilidad de que estás sean sus últimas fiestas navideñas. Un poco más cerca de nosotros, pero alejados de nuestra alegría ruidosa y glotona, puede que percibamos cómo se la escapa la lagrimita a nuestro padre que lleva mal sus primeras navidades sin su madre. Que notemos cómo nuestra madre se le acerca y le da un beso en la frente para sacarle de su ensimismamiento y devolverlo a su compromiso familiar de guía de la prole. Sobresale el olor a truchas, el gallo del cantante improvisado que vació la botella de anís, y los chistes malos entre los cuñados, relegados a pasar la noche en casa de la familia política mientras le echan de menos en la de ellos de cuna.

Ahora, hoy, me veo más cerca de mi padre. Nostálgico, con una tristeza que no se puede aparentar porque mis hijos están en otra cosa. Vivo las navidades de los huérfanos, con veinte años sin padre, con once sin madre y con una hermana menos desde hace unos meses. Recuerdo, irremediablemente, las navidades de mi infancia, donde ellos eran los protagonistas. Con el amor que mi madre se ponía hacer truchas toda la tarde y después aguantaba a nuestro lado hasta las tantas. Recuerdo a mi padre recién llegado a la isla y a casa a pasar las navidades con nosotros. Y recuerdo, también, a mis diez hermanos, compitiendo por la trucha más gorda, por llamar la atención de nuestros padres o por ocupar los mejores sitios. Les recuerdo muertos de la risa, con historias de colegios que ni  mi hermana pequeña ni yo habíamos pisado todavía. Recuerdo a mi hermana Mary y a mi hermana Flora, las dos ya ausentes para siempre, pero eternamente presentes, las mayores de la prole, preocupadas por nosotros, los más pequeños, como si fueran ellas nuestras madres veinteañeras.

 La navidad no es una fiesta, es una prueba. Que nos la hacen todos los años, en las mismas fechas, pero con un año más.  Es la mueca reconocible del paso del tiempo. Entonces somos niños, entonces somos adolescentes, entonces somos jóvenes, entonces somos padres, entonces somos huérfanos, entonces somos supervivientes, entonces somos abuelos. Y ya siento, cada vez más cerca, el recuerdo de mi abuelo y sus cábalas de cuántas navidades más le quedaban, su pregunta temerosa, para sí mismo, de si aquella, o esta, sería la última. Aunque, sinceramente, lo más cerca que siento en este momento es la ida de los que no están y el ruido vital de mis adolescentes y jóvenes.

¡Feliz Nostalgia a todos!

Comentarios  

#3 Carmen 29-12-2019 14:49
Muy bonito. Comparto la nostalgia de la Navidad.
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#2 Ciudadana 24-12-2019 16:13
Feliz Navidad y próspero Año Nuevo.
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#1 Chalo 24-12-2019 07:14
"La navidad no es una fiesta, es una prueba. Que nos la hacen todos los años" Para mí, aparte de lo descrito, es una especie de "auditoría" anual en la que analizamos todo lo que ha pasado durante el año.
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