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Solo Messi besa a la heroína

Parte de guerra (5)

 

Son las tres de la mañana del primer día de la primera (¿y última?) prórroga del Estado de Alarma. A partir de hoy, 30 de marzo, se endurece el confinamiento en casa, incorporándose todos aquellos trabajadores de actividades no esenciales, que ya no podrán ir a sus puestos de trabajo con el objeto de aminorar la movilidad. Hemos pasado del “todos los días son lunes” del Jemad Villarroya al “todos los días como los domingos” de la ministra de Hacienda y portavoz del Gobierno, María Jesús Montero. Se pretende que la movilidad se reduzca a la de los domingos para frenar aún más las posibilidades de contagio y “doblegar la curva” sin colapsar las UVI,  o las UCI,  o las UMI, que de todas esas formas he oído y leído que llaman a las unidades intensivas a las que acceden los pacientes más críticos.

En nuestra casa, apenas nos afecta el cambio. Mi hija adolescente ya lleva sin clases dos semanas y mi mujer y yo pertenecemos a actividades consideradas esenciales, aunque ella sale todos los días para pelear contra el coronavirus Covid-19 en la primera línea de combate y yo me quedo en la dulce trinchera de nuestro hogar, haciendo teletrabajo casi todo el día. De hecho, ahora mismo, a estas horas sigue en el Hospital Doctor José Molina Orosa. Para ella, todos los días siguen siendo lunes. Tiene guardia. Salió de casa, pasadas las ocho de la mañana, y no sé si volverá hoy a media mañana o a media tarde. No me importa, aunque sí me preocupa. No me importa porque sé que está donde tiene que estar, porque conozco a muy pocas personas (¿conozco alguna otra?) tan exigente consigo misma como ella, dispuesta a dar su vida por sanar a los demás. Tengo muchos ejemplos de esa disposición suya a hacer el bien, a cumplir con su trabajo, a no esperar para ver si otro u otra se le adelanta para evitar entrar en riesgo. Pero sí me preocupa mucho.

En está ocasión los riesgos van más allá del agotamiento, de la posibilidad de contraer responsabilidad evitables o de entorno desconocido. No, aquí sabemos el enorme riesgo que están corriendo los sanitarios, no en vano son los profesionales más necesarios en la lucha contra el Covid-19 y los que más infectados tienen, contabilizándose importantes bajas, incluso con edades muy por debajo de la media que predomina los fallecimientos. Son médicos, o sanitarios en general, por encima de otras muchas cosas. Aunque tengan factores de riesgo personal, que pondrían en peligro su vida si se infectan, no abandonan el frente. No entienden de deserciones ni de horarios. Cuando viene a nuestra casa, se lo toma como una trinchera, y sigue en el frente vía teléfono o estudiando casos  y más casos en su Tablet o en su ordenador.

Lo peor de todo no es que llega agotada a casa, después de no sé cuántas horas de trabajo, y sigue enganchada al frente. Ni tan siquiera verla triste por las circunstancias tan inhumanas por la que tienen que pasar, primero los enfermos, alejados de sus familias por el alto contagio de su enfermedad, y, después, sus familiares, al ni tan siquiera poder velarlos en compañía de los suyos. El dolor es mucho mayor cuando los enfermos son personas o pacientes ya conocidos o lo muertos familiares de amigos o amigas. Eso es tremendamente duro pero no lo es tanto como tener que pasar todas esas circunstancias a dos metros de distancia de sus familiares. Porque parecen héroes y heroínas y apestados y apestadas a la vez. Vuelven a casa, sí, pero se encuentran una trinchera activa. Allí el mayor riesgo, si se cumplen a rajatabla las normas, es ella. Es ella la que puede favorecer la entrada del virus en casa, al contagiarse en el frente, y contagiarnos. Es ella quien nos exige que guardemos las distancias, aunque sea ella la que más necesita que la abracemos y mostremos nuestro amor, respeto y consideración.

En su afán por protegernos, nos preguntó si queríamos que se fuera al hotel habilitado para descansar sanitarios y demás elementos del frente, pero cómo se puede contestar que sí a una pregunta así. Es verdad que cada uno corre los riesgos que quiere, pero sí se puede, hay que esforzarse, hay que aportar. ¿Qué trinchera sería mi casa, si no se le da apoyo, el que se pueda, a nuestra generala más valiosa? Estamos juntos, aunque no revueltos, eso es importante. Y seguiremos así, hasta que se pueda. Ella, en el frente, y yo de "corresponsal de guerra", en mi casita. Estamos en alerta los dos. Con distintas funciones, pero comprometidos. Quizás sirva este pasaje como homenaje a todos los sanitarios y sus familiares que estarán  hasta el final de la batalla en vilo. Por sus seres queridos en el frente, por los que caen enfermos y por el riesgo que conlleva abrirles la puerta a nuestros guerreros, porque con ellos puede estar acechando el enemigo. Es un confinamiento un poquito más duro. Así lo creo honestamente.

Ayer, domingo, última jornada de los primeros quince días de confinamiento, volví a ir al Lidl. Nada que ver con aquel desbarajuste que viví el primer día de encierro. No había colas, había poca gente y se respetaba la distancia. Quince días  de confinamiento, viendo en la televisión las miles de muertes que se han producido en España (¡832 muertes en un día, fue el récord de ayer en España. Recuerdo cuando me parecían cifras de guerra los más de 400 en 24 horas en Italia!) ha servido para ganar en conciencia, para entender la necesidad de hacer lo que nos dicen y para entender que estar en casa es lo más seguro que podemos hacer en estas fechas de ajuste de cuentas entre la microbiología y los humanos.  En apenas quince minutos ya estaba de vuelta en mi trinchera.

El viernes pasado tuve ganas de bajar a Arrecife, me tocaba ir a la farmacia. Quería hacer lo más parecido a cualquier viernes antes del Covid-19. Me gusta ir los viernes a Arrecife, aparcar en el recinto ferial, enfrente del Cabildo e ir caminando al Centro. Comprar la prensa de papel en el estanco que está en la entrada de la calle Luis Morote, seguir por el Callejón Liso y llegar a la Plazuela, donde me tomo un café en la cafetería Said “el Pelao”. Después sigo caminando hacia la calle Real, y me acerco a la Plaza de Las Palmas, delante de la Iglesia de San Ginés, y tuerzo para volver a la Calle Real y veo a los concejales de Arrecife de cháchara en la cafetería de los cubanos, los saludo, y sigo calle Real  arriba para, a través de la Hermanos Zerolo, llegar hasta la cafetería Fajardo, y tomarme un descafeinado de sobre con sacarina antes de volver a la calle del mismo nombre, seguir por la Manolo Millares para volver a la Avenida y recoger mi coche para regresar a mi oficina a seguir trabajando. Es un paseo de media hora, aproximadamente, bastante agradable, que me sirve de punto y seña de la llegada del fin de semana. Pero, de pronto, me di cuenta que no echaba de menos las calles de Arrecife, sino ese contacto humano que se presenta, a veces de forma sorpresiva, los saludos de amigos o conocidos que también pasean por la zona, y otros que están garantizados porque son los camareros o profesionales del sector. O concejales, que esos tampoco fallan a su visita del viernes. Aunque hay quien dice que para ellos todos los días son viernes.

 Lo que realmente echo de menos es eso, el saludo de Said, la amabilidad de Carmelo, o que en Fajardo me traiga el descafeinado, sin necesidad de pedirlo, con una sonrisa, el camarero que, a su vez, es el jefe del local. Sabía que eso no estaba ahora disponible. Y aposté por no acudir a la farmacia Matallana, donde ya me conocen, para acercarme a la del Deiland, que me garantizaba una vuelta rápida, donde me atiende uno de los mayores de mis veintitantos sobrinos, al único que le dio por hacerse farmacéutico.

El confinamiento lo llevo bien, soy muy consciente de que fuera de mi casa está garantizada la permanencia de ese espacio que quiero. Sé también que estoy haciendo lo que tengo que hacer. Y, por otra parte, trabajo dentro de la normalidad del que disfruta haciendo lo que hace. Escribo más que nunca. Me gusta escribir más que otras muchas cosas. Nunca me ha parecido un trabajo escribir. Nunca, salvo cuando tengo que hacerlo cuando me apetece hacer otra cosa. Esa es la diferencia entre un trabajo y un entretenimiento o un hobby. Aunque se trate de la misma actividad, sea o no esencial. Cuando es un hobby y te apetece otro hobby, dejas uno y te vas al otro y no pasa nada. Cuando se convierte en un trabajo, hay exigencias que atender, hay tiempos de entrega y horarios que afectan también al resto de la cadena productiva.

Aunque, claro, sé que no es voluntario el encierro y sé también que no es una imposición caprichosa de autoridades esquizofrénicas. Hay que aguantar y hacerlo bien. Lo que tanto añoramos fuera, sólo volverá cuando venzamos al virus. Por el momento, la calle es suya. Lo que no sabe el virus es que se la hemos dejado para derrotarlo. Para romper la cadena de contagios, para que salte de uno y otro de los infectados al suelo y allí la UME lo convierta en papilla. Esa es la estrategia y estuve conforme. Quiero que se acabe cuanto antes todo esto, que mi mujer vuelva a casa, no a una trinchera; que venga del Hospital, no del frente, y que al abrir la puerta mi hija se abrace a ella. Y que no solo Messi, nuestro bichón maltés sea el único que se le acerca nervioso y feliz desde que abre la puerta. Será así. Lo sé. Ganaremos.

Comentarios  

#2 Goro 03-04-2020 08:45
Emocionante artículo. Muchísimos ánimos y fuerza. El personal sanitario se ha elevado a la categoría de ángeles, literalmente se están matando por nosotros, por la población en general, mientras los gestores de la crisis los mandan al frente sin la protección requerida. Dale las gracias a tu mujer de mi parte y de parte de todos los conejeros, D. Manuel. Gracias.
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#1 Cleofé 30-03-2020 08:58
En estos momentos le pondría el título de la ciudad dormida
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