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Disfruto de un día de viento

Estoy en la terraza, protegido del viento por la L que forma la estructura de mi casa. Con el portátil, todavía me resisto al iPad, aunque cada día crece más mi admiración hacia ese casi milagroso aparatito de Steven Jobs que ya está en los cielos.  Observo el mar, las olas, y su abundante espuma al llegar a la playa. Veo también como se mueven las palmeras,  agitando sus hojas como si fueran  brazos abanando. Con el sol, ya puesto, mirándome tan fijamente que no soy capaz de responderle.  Estamos ante lo que llaman un fenómeno meteorológico adverso y en alerta naranja, con rachas de viento de más de 70 kms/h y marejada en la costa. Pero a mí, ni me parece tan adverso ni tan extraño. Hasta diría que me gusta.

 

Veo mucho más peligro en la rotonda de Costa Teguise un día cualquiera que en apreciar cómo la naturaleza se expresa. Dudo que nuestro territorio tuviera las formas que tiene, maravillosas, y nuestro clima fuera el que es, envidiable, sin esa natural libertad.  Atisbo, ahora, entre el agua revuelta,  en plena efervescencia espumosa,  un valiente o  incauto joven moverse sobre su tabla. Disfruta también de un día de viento. Con más riesgo que yo, pero los dos con absoluta libertad. Hay quien prefiere vivir las cosas y quien disfruta al contarlas. Que más da, el tiempo,  agente  que erosiona más que el viento,  acaba arrastrándolo todo hasta el olvido. Es una tarde preciosa, llena de luz, de silencio. Sólo el viento  lo marca todo.  Es invisible pero sé que es él quien arrastra las olas con virulencia, quien mueve las palmeras y quien agita mis ventanas. También mis recuerdos.

La gente de mi generación, que además nacimos y nos criamos en Tías, identificamos el viento. En ese pueblo, por su altura, por estar abierto al acelerador que forma la separación de las montañas que lo bordean, el viento es casi un vecino más. Se ausenta pero vuelve siempre con el mismo o más brío. En mi infancia, el viento rugía mientras intentaba conciliar el sueño, me seguía en mis carreras nocturnas cuando volvía del cine y me empujaba en las excursiones que hacia a las montañas. Me despeinaba, qué tiempos aquellos, y me ayudaba a meter goles cuando jugaba a nuestro favor en el campo viejo. Cualquier lanzaroteño en general, conoce el viento y sabe de su importancia pero no sé si todos lo disfrutamos. Tiene la virtud de darle movimiento a lo inerte. Miro, extasiado, el movimiento de las olas, de las hojas de los árboles, del sombrero de un turista que ha conseguido ir unos metros por delante de él,  al abandonar de forma precipitada su cabeza, una hoja de periódico que se escapa del contenedor de la basura, en su último intento de seguir siendo útil. Apenas pasea nadie. Sólo el turista, que recoge su sombrero y lo aguanta con una mano en su cabeza.

El viento reclama su territorio. Como cuando exigió que se protegieran las parras con esos mundialmente famosos socos de La Geria. Como define la ubicación de los puertos y la orientación de las casas. Esa forma de L la eligió el viento y recuerda que él  ha estado aquí desde siempre  y que ha dejado sus huellas imborrables. Porque es constante, un creador perseverante que actúa sobre todos.

En mi infancia, las tomateras de Tías y  Mácher,  de las que exportaron millones de kilos de tomates a Barcelona e Inglaterra, raptaban por el suelo condicionadas por el viento. En mi ignorancia, me reí de un canarión cuando me dijo que en su isla los tomateros eran como árboles que crecían apoyados en cañas.  Eso es imposible, le gritaba. Los tomateros nacen en semilleros en zonas protegidas del viento,  se replantan protegidos con un soco de dos piedritas para que no les parta el viento y cuando crecen se le ponen piedras sobre las hojas para que no los doble el viento o no deteriore los tomates al rozarlos con el rofe.  Pero era así en Lanzarote.  Sólo en Lanzarote. Porque el campesino sabía que había que vivir con el viento. Y los tomates crecían en Tías, buenísimos, con poca agua y mucho viento.  Gracias a las manos expertas de campesinos y campesinas que amarraban sus sombreros y sombreras para que no se los llevara el viento y los dejara sin protección ante el fuerte calor, que el propio viento aminoraba.

Nuestro carácter tiene mucho que ver con este viento. Con los barcos de vela que pescaban en la costa africana. Con nuestras aventuras y desventuras. Lanzarote es viento y muchas cosas más. Pero también viento.  Hoy no susurra,  grita. Pero es él, el viento de Lanzarote, el que me anima la tarde, a medias entre recuerdos nostálgicos y vivencias de afectos. No es un extraño. Por lo menos, no debería serlo, por el tiempo que lleva con nosotros.

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