PUBLICIDAD

Angustia/angustia

El mar/la mar, espacio de regocijo y dolor. De diversión y tristeza. De aventuras y desventuras. De complicidad y de traiciones. Vivimos pegados al mar, en el mar, con el mar, para el mar, del mar, por el mar. Las islas, mucho más las pequeñas, viven atrapas en la inmensidad del mar. Del que no se puede escapar nunca. Cuando se consigue físicamente, aislándose en el interior continental, la psiquis te golpea removiéndote las entrañas y los recuerdos con los olores a salitre, los baños playeros, los revoloteos de gaviota y esa sensación de libertad que da la inmensidad del mar. Es quien nos abraza y nos aleja pero también, cuando quiere, quien nos abre sus aguas para buscar el sustento, para desplazarnos y disfrutar de su singularidad.

Pero también está el mar, o la mar, que nos devora. Que se alía con los elementos y nos despedaza sin apenas esfuerzo y sin nada de consideración. No respeta duelos ni sentimientos ajenos, no entiende del dolor ni de la familia. Sentencia en un minuto, a veces por su propia inmensidad, otras de mano del fiscal eolo. Y sólo deja desolación. No diferencia entre quienes se han mecido en sus aguas durante sus vidas o incautos extraños. Lo saben bien los pueblos que comparten orilla con él pero siempre sorprende. Nunca se le conoce del todo.

 Los sexagenarios Ramón Hernández Duchemín y José Manuel Gutiérrez Dorta hablaban del mar con respeto pero también con un inmenso cariño. Conocían, por ser pescadores antes que hombres, por salirles los dientes entre olas y pejines, que el mal las gasta duras pero que también, siendo cautos y observadores, se podían pasar veladas inolvidables en sus lomos de agua salada con una liña o una caña. Cogiendo pescados para comer y disfrutando de la sana brisa marina. Echándose un cigarrillo de mentol, mientras pensabas el mundo o bromeabas con el compañero. Era una costumbre, no había ni desafío pueril ni aventura arriesgada. Consistía en hacer lo de todas las semanas desde siempre, meter el Popeye II, el barco, en el mar, fondear unos kilómetros más allá, en la Punta de la Lagarta y esperar a que piquen. Lo de todos los días, lo de tantas noches. Y eso estaban haciendo cuando hablaron por última vez con una tercera persona, con un familiar. Y ya no se ha vuelto a saber nada de ellos. Esta vez no hay pescado para escamar, está vez no hay que atracar el Popeye II, está vez, la única, no han vuelto a su casa. Y desde el pasado sábado, desde la noche del día 17 de marzo, la angustia se ha apoderado de su familia, de sus amigos y de medio Arrecife que recuerdan sus historietas de pescadores donde no se escatiman apodos ni esfuerzos para mostrar la pena.

 Desde el sábado por la noche, el fuerte viento insistía en la fatalidad. Y la familia despertó el domingo asirocada, perdida, mascando la fatalidad, en un día de fiesta que se tornaba triste y largo. La angustia ha ido creciendo sin cortafuegos ni mediadores. Un hombre en el mar embravecido que pierde su anclaje al medio que lo transporta y no recibe ayuda se convierte en la mayor incertidumbre, en una penosa agonía para quien lo vive y una insufrible angustia para quien le espera. Buzos, aviones, patrulleras, zodiacs, hombres y más hombres buscan en los recovecos del mar lo que no devuelve a la primera, a los desaparecidos.

 En las tripas del mar cabe todo, menos la esperanza a medida que pasan los días. Ver a treinta metros de profundidad el Popeye II es demasiado duro para quienes esperan a su patrón y compañero. Se repite una y otra vez, el mar castiga con fuerza y de forma inmediata. No deja resquicios, no hay huellas, ni da explicaciones. Decenas de hombres experimentos buscan en sus entrañas, en su superficie, en sus orillas, están a expensas de lo que el mar y sus corrientes quieran hacer. Pero la angustia se apodera de todo. Y la impotencia. Menos mal que mañana partirá de nuevo el dispositivo en su busca. Por tierra, mar y aire. Esperemos, esperamos, que vuelvan con Ramón y José Manuel. Que sean capaces de leer los torcidos renglones del mar y liberen a sus familias de esa angustia agónica que provoca un desaparecido. En este caso, dos.

Comments are now closed for this entry