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Los hijos de mis héroes

Posiblemente, los lectores que me han seguido a largo de estos más de treinta años de artículos aquí, allí y más allá y siempre “a mi manera de ver” sepan ya de mi especial relación con la lucha canaria. Y, entonces, ya no les producirá ni sorpresa ni alboroto cuando diga que mis héroes de la infancia no fueron los pistoleros más rápidos del siempre presente lejano oeste, fueran de película o de novelas Estefanía, ni los muchos personajes de Comic que me tragué en horas y horas de lectura cada vez que mi padre llegaba de viaje con un saco lleno con más de un centenar de cuentos. Ni Jabato, ni Capitán Trueno, ni Tarzán, ni tan siquiera los hermanos Zipi y Zape o Mortadelo y Filemón, que leía con fruición en mi más tierna infancia, competían con mis héroes de carne y hueso (y muchísimo músculo y destreza).

Mis héroes saltaban descalzos, con los pantalones arremangados hasta casi la ingle y la camisa metida por dentro, bien fajaditos, al terrero. En el centro de aquel círculo hecho con jable (arena de playa) se saludaban, agarraban con la mano izquierda la bocamanga derecha del pantalón de su rival, unían sus hombros, y llevaban la otra mano a la arena, juntas la del uno con la del otro. Y entonces sonaba el pito del árbitro y aparecía el mundo mágico de mis sueños. Dos hombres, dos titanes, con destreza inusual y descomunal voluntad se movían marcando mañas y zafándose de las de su contrario para llevar al suelo el uno al otro y este a aquel. Sus movimientos dibujaban figuras efímeras que eran jaleadas por un público entendido. Allá va una cadera, ahora viene una pardelera, y repite de cadera, que le responde de burra, antes de intentar cogida de muslo, que defiende el otro con traspiés e intenta después un toque por dentro y suma y sigue. Nada me emocionaba tanto, en esos años, como ver a aquellos hombres venirse arriba con toda su fuerza y apasionamiento y venirse al suelo ante la precisa y brillante respuesta de su rival. Y, después, ese abrazo del caído al ganador, dos gigantes fundidos en la mutua solidaridad. Y la rasquera, si la había, se guardaba para el próximo encuentro. Pero para ser un gran luchador, la nobleza es esencial. El aceptar la victoria del otro es parte fundamental del juego y el público lo reconoce y lo reclama cuando no se da.

Tengo grabados en mi corazón todos los nombres de aquellos héroes que tanto me emocionaron. Y todavía hoy, más de treinta y cuarenta años después, oigo sus nombres y me emociono. Y me pongo a contar sus hazañas, a decir cómo las viví yo. Pero es que ahora, además, oigo sus nombres cuando me acerco a los terreros y me vuelvo a emocionar. Creo que estoy volviendo a mi infancia afortunada al lado de mis héroes de carne y huesos (y mucho músculo y más destreza). Son sus hijos, claro, porque ser de carne y hueso (y mucho músculo y destreza) tiene el hándicap para mis héroes que también ellos envejecen y algunos, desgraciadamente, hasta se mueren prematuramente. Pero han tenido el detalle de procrear en el olimpo nuevas figuras de carne y hueso que se les parecen un montón y siguen guardando ese respeto por la lucha canaria y toda su cultura tan nuestra.

El pasado viernes, me acerqué al terrero Luis Montero, en Haría.  Suelo ir con cierta frecuencia últimamente porque mis sobrinos Rayco y Ángel García me han devuelto las ganas de volver a los terreros. Son hijos de uno de mis principales héroes de mi infancia, mi hermano Ángel (y de su mujer Dulce, que también tiene familia de grandes luchadores, como Monso II). Luchaba el equipo local, el Unión Norte, contra el Unión Sur Yaiza. Y, cuando más ensimismado estaba, anuncian que salía al terrero Sixto Rodríguez. Y me asaltaron inmediatamente los recuerdos de aquel gran puntal, ya desgraciadamente fallecido, que era todo músculos y entrega, ni grande ni pequeño, que caminaba con las rodillas juntas, como si siempre estuviera en el terrero. Su brutal fuerza, su destreza en las técnicas aéreas y sus gritos cuando arrancaba a sus rivales del suelo para devolverlos con los pies por los aires se convertían en un imán para los aficionados de aquellos años ochenta y noventa del siglo pasado. Su hijo, se le parece en el pundonor, en que sabe luchar y en las ganas que pone en el terrero. Que se llame como su abuelo y su padre, y que aquellos fueran grandes luchadores, debe pesar lo suyo. Aunque lleva unos veinte kilos menos que su padre de carrocería musculada. La emoción fue mayor cuando se enfrentó a mi sobrino Rayco. Sus padres se enfrentaron muchas veces y ponían al público de pie con sus agarradas llenas de fuerza y coraje, de levantadas y garabatos, de caídas y levantadas. Rayco y Sixto también consiguieron entusiasmar al público y aunque en esta ocasión ganó Rayco, con una separada y una levantada de cadera al puro estilo de su padre, presumo que en la próxima le será mucho más difícil. Porque los Sixto Rodríguez no se encogen ante nada ni ante nadie, y siempre vuelven al terrero. Y, allí, volverán a pegar y lo darán todo antes de fundirse en un abrazo, como manda la lucha canaria, al margen de quien haya caído.

Disfruto de esta segunda oportunidad que me da el tiempo para conectar emocionalmente con ellos. En esta vida nos educan, nos forman, necesitamos templanza y sobriedad para afrontar nuestros retos personales. Pero, por encima de todo, está todo aquello que nos emocione, que nos saque de nuestros problemas y obligaciones y nos entregue de forma apasionada a algo que nos hace sentir. Aunque sea el minuto y medio que dura una agarrada, o el segundo en el que se decide si en un garabato cae el tuyo o el mío. No hay vida sin pasión y la mía gana enteros cuando en un terreno aparecen Los Sixto, Ángel, Suso, Andrés Carmelo, Marcos y demás luchadores de aquella época o sus hijos y me hacen disfrutar con su espectacular forma de escenificar lo que tanto he vivido y querido.

Gracias, muchachos.

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