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  No eran 17, sino 24

                                              

Al entrar a pagar esta semana el repostaje de combustible de mi vehículo, vi de reojo en el mostrador de prensa de la gasolinera el titular destacado de un diario que informaba del hallazgo de 17 cadáveres dentro de una embarcación a la deriva próxima a Canarias, pero los servicios de salvamento marítimo confirmaban después que eran 24 los fallecidos, entre ellos, dos menores de edad. Tres ciudadanos africanos sobrevivieron a esta nueva tragedia migratoria.

Aunque el subtítulo de la noticia también era legible, aparté la mirada para centrarme en el confort del abono con dinero plástico. Ese acto de normalización del horror o de sensibilidad, no lo supe en ese momento,   revolvió mis recuerdos de muy joven cuando un día sí y otro también la atención informativa de Colombia se atiborraba  de atentados, masacres y enfrentamientos armados, un escenario de dolor que sigue aplastando al país.

Decidí preguntar a un especialista en salud mental sobre mi percepción, y no es la primera vez que consulto a un profesional cuando me atrevo a escribir sobre comportamientos humanos. Mi amigo, el médico psiquiatra Haroldo Martínez, me aclara que no es que “normalicemos”  la tragedia o el sufrimiento ajeno, todo lo contrario, sino que es una forma de negación de la realidad para intentar borrar de la mente sucesos que nos perturban, que nos causan traumas psíquicos.

Es una declaración interior de impotencia ante hechos que nos duelen y ante los que no podemos hacer casi nada, por no decir directamente nada.  Nos comportamos así como una manera que nos permite empatizar  con el dolor ajeno, pero compadecerlo no es suficiente; y vuelta a la impotencia: no podemos evitar ni masacres ni pérdidas de vidas humanas en la inmensidad del océano.

El informe de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR), titulado ‘Migración en Canarias, la emergencia previsible’, señala que a pesar del drástico descenso en la estadística del número de personas migrantes que llegaron a España en 2020, las Islas Canarias sí que sufrieron un repunte de llegadas irregulares marcado por el aumento significativo de menores de edad, un cambio de perfil poblacional destacado por las ONGs.

La ruta canaria volvió a ser la principal ruta migratoria para entrar a Europa, ruta peligrosa y muy golosa para las mafias que hacen de la necesidad un negocio. El tiempo de travesía puede tardar de 24 a 48 horas, desde puntos como Tarfaya, en el extremo sur de Marruecos, o de 11 a 12 días si el viaje se emprende desde Senegal, dependiendo además de las condiciones del mar.

Hay más datos escalofriantes. La Organización Internacional de Migraciones registra 609 personas fallecidas durante el año pasado en el intento de alcanzar las costas canarias, estadística con fecha de corte de 1 de diciembre de 2020. Por su parte, Caminando Fronteras, entidad que monitoriza los flujos migratorios, contabiliza 1.851 personas desaparecidas en la búsqueda de las Islas Afortunadas durante todo 2020, tragedia  solapada por otra tragedia, la del covid-19.

Aparte que las políticas de contención migratoria de la Unión Europea han derivado la máxima carga de la crisis a un territorio limitado y fragmentado  como Canarias,  que los gobiernos no se prepararon para responder adecuada y humanitariamente a la llegada masiva de inmigrantes y que no ha habido coordinación para el control de salidas en los países de origen, se ha instalado en España un discurso inaceptable del odio, alentado por partidos políticos de derecha ultra con su mezquina estrategia de comunicación que encuentra sustento en la deshumanización de las personas y en su presentación como amenazas  flagrantes de “nuestro” bienestar colectivo.

Si sentimos la dureza de la tragedia como observadores lejanos, debe ser un trauma terrible para los supervivientes salvar el pellejo sabiendo que muchos compañeros de ruta y de sueños murieron en el intento.

También caigo en cuenta por mi amigo Haroldo Martínez que mi decisión de escribir este artículo es fruto de la impotencia, de reaccionar con las herramientas que tengo, como lo hacen artistas con sus letras protestas como el cantautor argentino León Gieco que nos suplica en ‘Solo le pido a Dios’ que ni el dolor ni la injusticia nos sea indiferente, en la voz de Mercedes Sosa, que la reseca muerte no me encuentre, vacía y sola sin haber hecho lo suficiente.

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