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Mi primer terremoto, mi primera erupción (I)

Viaje obligado y emocionado al centro del vulcanismo

Me despierto asustado, convencido de que alguien se mueve en mi habitación. La noche anterior había tenido la misma impresión pero después del susto inicial me volví a dormir. Hoy, no. Son las 05:14, acabo de mirar el reloj. Ahora estoy convencido de que ha sido un terremoto y la vibración del hotel H10 Taburiente, en Los Cancajos, Breña Baja, ha sido considerable. Intento corroborarlo en la página de terrenos del IGN. Efectivamente, ya aparece registrado con la categoría de 3,8. Me parece poco. Lo vuelvo a mirar, ya lo recalifican en 4,2. Le ponen una profundidad de 11 km, debajo de Fuencaliente.

Me he despejado, no es que tenga miedo a volver a dormirme y volver a despertarme con otro sismo. Pero sí me da cierto estupor pensar que los palmeros, además de todas las pérdidas visibles e invisibles que les provoca la lava, las cenizas, los gases, los miedos y los ruidos mediáticos tengan que estar sometidos a estos vaivenes sin contemplaciones. Este terremoto me ha hecho sentir miedo. Me despertó en la madrugada, desorientado, sin referencias y temí que no se parara a los segundos que se hacen eternos.

Llegué el martes a La Palma, sobre las 10:30 de la mañana. Hasta que no vi la ceniza en los alrededores del aeropuerto, no tuve indicios de la erupción volcánica que viven en la isla. El vuelo de Tenerife fue bien, exactamente igual que hace dos años cuando vine por última vez. El vuelo iba lleno y sus pasajeros se comportaban con normalidad. Tampoco en la aproximación al aeropuerto había indicios del fenómeno, el viento se encargaba de desviar la las cenizas hacia el sur del volcán de Cumbre Vieja y en el este de la isla, separado de allí por la columna montañosa, no se veía nada. Tampoco había rastros del tremor volcánico al tomar tierra. Solo la ceniza, esa arena fina que se cuela por todos lados, nos ponía sobre aviso.

Estábamos ansiosos por ver el volcán. Dejamos las cosas en el hotel y nos fuimos en su busca. Juan de León, que me ha acompañado en esta aventura, conduce con soltura por las tan bien conservadas carreteras palmeras como llenas de curvas. Seguimos sin tener indicios del volcán más allá de los restos de ceniza en los bordes de la carretera. Ni se oye tremor, ni se ve en el aire nada sospechoso. Está nublado y caen gotas, nada extraño en La Palma un 30 de noviembre. El tráfico también parece el normal en una isla que mantiene el pulso poblacional y económico repartido entre el este y oeste casi a partes iguales. Cruzamos los dos túneles y notamos el cambio de tiempo. Ya no llueve y se ve el sol pero seguimos sin saber nada del monstruo que brotó de la tierra.

Seguíamos en sentido a Tajuya y su plaza, el lugar desde el que los medios de comunicación y curiosos observan el volcán. Hablábamos de otras cosas hasta que, sin darnos cuenta, a nuestra izquierda, a la altura de El Paso, se nos presentó el enorme edificio volcánico que se ha ido construyendo en Cumbre Vieja con su igualmente enorme columna de cenizas. Paramos el coche y disfrutamos de esa primera visión en directo. Seguíamos sin oír tremor alguno. Pero la majestuosidad era incuestionable, a pesar de que apenas se veía desde allí lava y fuego.

Llegamos a la plaza de Tajuya y  nos quedamos extasiados con la impresionante mole que se ha levantado donde antes no había nada. Esa fisura inicial que nos trasmitió en directo la televisión autonómica se ha convertido ya en una montaña  con varias bocas que no deja de echar cenizas, gases y lava. De día, lo que vemos es ceniza fundamentalmente, aunque también se ven coladas de lava que bajan por una superficie que ya es volcánica por 75 días de erupción. Detrás se esconde una enorme tragedia, con más de mil millones de euros de pérdidas entre inmuebles y fincas agrícolas devoradas que dejan a pueblos enteros sepultados y cientos de familias sin nada. Pero allí, en ese momento en que entras en contacto con él por primera vez te quedas con su imperiosa imagen, lleno de rabia y fuego, dominando todo el valle y convirtiendo a todos los demás en simples observadores o penosos damnificados.

La plaza de Tajuya es el mirador elegido para mirarlo de frente. Y hacerlo mientras la corresponsal de TVE Francisca González canta su crónica una y otra vez hasta que la suelta definitivamente en el Telediario de las 14:00 horas es como seguirlo con el 24 Horas de fondo. Miras y oyes. Es la primera vez que veo un volcán en erupción y lo oigo, poco, aunque eso no es culpa de Francisca. Simplemente la mañana del 30 de noviembre, el volcán no estaba con el tremor conectado.  El cono secundario lanza lava mientras el principal sigue con su columna de cenizas y la redactora de TVE nos pone al día de los más de 300 sismos que ha habido en la jornada, la mayoría de baja intensidad. Por la tarde, vamos a ver la fajana, la caída de la lava al mar,  desde un barco. Pero esa primera impresión del volcán ya se nos quedó grabada en nuestra mente volcánica, de personas que han vivido toda la vida en tierras de lava, calderas y tubos lávicos imaginándose cómo pudo haber sido el principio de todo. Ahora lo vemos, y juego mentalmente con lo que está pasando ahora, en Cumbre Vieja, y lo que pasó en Lanzarote en el siglo XVIII, durante seis años de erupciones en la zona habitada por casi la mitad de la población de la isla del momento.

 

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