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Madre no hay sino una (aunque tenga más de 80 años)

 

Miro a la octogenaria dolorida con pena. Intenta disimular su dolor pero llora desconsolada el desapego de su familia. Ya nadie recuerda las horas y horas que ella sacrificó para cuidar a sus hijos. Las miles de cosas a las que tuvo que renunciar a favor de ellos. Ella no quiere ser una carga ahora tampoco. Ve con tristeza cómo le dedican más tiempo a ojear/hojear folletos de residencias y quejarse de tener que ir a verla a su casa que darle el mimo y cariño que cualquier persona de cualquier edad necesita. Se siente cosificada, como si para aquellas personas que ella creó y por las que se desvivió a lo largo de su vida ya no la vieran como un ser humano. Ya ni tan siquiera aspira a que la vean como la madre, como la persona en la que se refugiaron cuando ellos eran los débiles, como la persona que les daba todo a cambio de nada. La deudora universal para sus caprichos y objetivos. Se conforma con que la que traten con el mismo respeto y consideración que les ve dispensarles a otros y a otras, ya sean conocidos o extrañas.

“¿Fui yo también así con mis padres?”, se pregunta ruborizada pero niega de forma vehemente. Recuerda cómo su madre murió en sus brazos a una edad que todavía ella no ha alcanzado, en un pequeño pueblo de la isla. Sus lágrimas bañan sus manos cuando intenta desprenderse de ellas. Le parece que es ahora cuando iba a ver a su madre a su casa, en turnos compartidos con sus hermanos, porque nunca quiso abandonar aquellas dos habitaciones con cocina y  baño que construyó junto a su padre y donde se criaron todos. Para ella era impensable negarse a atender a su madre, de darle su apoyo, su compañía, su amor. Cómo nunca se planteó dejar a sus hijos en un orfanato porque les significara sacrificio. A sus hijos e hijas también los ha visto pasar noches sin dormir y renunciando a cosas por los que son ahora sus nietos. ¿Y entonces por qué la miran con tanto desapego? ¿Por qué ve en ellos su cara de tristeza por tenerle que ayudar? ¿Ese interés en recortar su convivencia en visitas de media hora semanales, o semanas sí y semanas no, en la residencia de turno? ¿Por qué la dan por amortizada? ¿Por qué la ven como una persona que solo tiene que aguantar? ¿Que no puede elegir, que no puede decidir? ¿Por qué sus hijos le transmiten, con su falta de empatía, que ella ya solo está en una cola a la espera de que se extinga?   

Esa mujer, hasta hace unos días, sentaba en la mesa grande de su casa chica a sus descendientes, a todos, y les servía, encantada, el mejor sancocho de cherne y batatas del mundo, después de estar toda la mañana ella sola metida en la cocina, restregando el cherne salado bajo el grifo abierto, haciendo el mojo en su mortero de madera y amasando el gofio como le enseñó su abuela cuando niña. Todos estaban felices, ella la más. Pero ahora ya no puede cocinar, se mueve a duras penas y mantiene empleada una servicial señora durante el día, que paga con sus pensiones de jubilación y de viuda. Sigue siendo autosuficiente, aunque cargue con dependencia. Aunque la carga que peor lleva es el desafecto de sus descendientes. Esas personas por las que hubiera dado su vida en cualquier momento y que ahora siente que se la están reclamando para no tener que ir a verla. Ella cree que sus hijos llegaron antes que ella al convencimiento de que ya tiene que morirse. Que su vida ya no es importante. Que la vida acaba necesariamente cuando ya no podemos dar o necesitamos ayuda. No importa ni tan siquiera para aquellos a los que se lo hemos dado todo. Llora desconsolada, le duele el corazón y no hay ningún opiáceo que mate la pena como un beso de tus hijos.

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