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Mi amigo de Entre Montañas

 

Solía ir caminando. Pero volvía corriendo, sin parar, asustado pero convencido de que nadie me podía hacer nada.

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No corría, volaba, cerca de la medianoche, a la luz de la luna, por una vereda estrecha pero largamente conocida. Iba una o dos tarde al mes, casi siempre los viernes, cuando no tenía escuela al día siguiente. Nos hicimos muy buenos amigos en el colegio “Alcalde Rafael Cedrés”, donde fuimos compañeros de clase. A Juan Pedro Aparicio le llamaban “El rubio” con toda la razón del mundo, era blanco como la leche y rubio como cualquiera de aquellos extranjeros que, cada vez, eran más frecuentes en la isla. En realidad, ese patrón se repetía en toda la familia, todos sus hermanos, Antonio, que también estuvo en clase conmigo, Mamerto, el mayor, y las dos hermanas, Lupe y Toña, eran de piel fina, blanca y de pelo rubio. De su madre no sabría especificarlo, siempre iba con pañuelo y con una sonrisa tan agradable como era ella misma.

Algunos viernes al mes, me iba para Entre Montañas. Subía por la vereda que salía por la trasera de la casa de Carmen la de Martín, que yo conocía de acompañar a Orlando Valiente a cuidar las cabras y también de ir a cazar con mis hermanos Antonio y Ángel, con Teodoro,  Luis “El canario” y los hermanos Emiliano y Eugenio Morales. Pasaba por el lado del enarenado de Augusto Padrón y conectaba con la vereda que subía entre la Montaña Bermeja y la Tesa, que me llevaba hasta la casa grande, mitad antigua, mitad nueva, pegada a la Iglesia de la Magdalena en la que vivía mi amigo y toda su familia. A mí me encantaba ir allí, porque, además, solían ir Manuel Curbelo, que vivía también en la zona y también era compañero de clase, Miguelo, que era un poco mayor que nosotros y tenía una moto Bultaco, de la que yo conseguía caerme cada vez que me llevaba de paquete por el camino de Valeriano, sus hermanos Sergio y Soledad. Y otra gente que aparecía por allí a visitarlos. A mí me encantaba aquella casa en lo alto, con vistas a los Milochos y Montaña de Testeina, toda una extensión de parras. Me gustaba también ver los gallos ingleses, de pelea, que solían estar sueltos en los alrededores. En verano, en junio, me ponía morado de comer moras de los morales que había en la trasera de la casa, y también me comía unas buenas vainas de algarrobas cuando era la época.

Toda la familia era gente muy buena, muy agradable. Y se me pasaba el tiempo tan rápido que acababa a las once de la noche enredado todavía por aquellos alrededores. Y me tocaba volver a mi casa solo, corriendo sin parar por unos caminos y veredas que conocía a la perfección. Pero la última vez que fui paso algo distinto. No sé el porqué, pero hasta ese día siempre disfruté de la compañía de la luna. Pero esa noche, no se veía nada. Absolutamente nada. Desde que me despedí de mis amigos, me di cuenta. Empecé a correr más asustado que nunca. Me rocé en unas tuneras que no logré adivinar a tiempo, pero no paré. Hacía un poco de viento. Se oía el silbido mientras intentaba dejar las montañas atrás. No tenía miedo a nadie, estaba convencido de que nadie me cogería corriendo y menos si iba asustado como estaba ya. No eran tiempo de móviles, ni linternas, ni nada. Y pasó lo que más temía. Tropecé con una piedra y me caí de la vereda que transcurre por encima de una pared, ya cerca del camino que une Conil con las Cuestas. Me dolía la rodilla y noté la sangre caliente brotar de la frente. Había pasado lo peor, cojeaba. Mi fuerza, que era la velocidad, se había venido abajo. Fui caminando, intentando no volverme a caer, pero más asustado que nunca. En cualquier movimiento me parecía que estaban acechándome, que los malvados se iban a vengar de tanta carrera nocturna exitosa. Pero no pasó nada, llegué más tarde y asustado que nunca al camino de Los Lirios, a mi casa. Y sangrando. Mi madre me vio y vino hacía mí. Me metió en el baño y empezó a curarme las heridas. Agua oxigenada (peróxido de hidrogeno, H2O2, diría el cursi) y Betadine por aquí y por allí. Y después me dio la murga. No quería que volviera a venir a esas horas por esos descampados. ¡Ni que hiciera falta que me lo dijera! Fue la última vez que hice ese recorrido, no volví a ir a casa de mi amigo. Me di cuenta que no era infalible, que mi fuerza, mi capacidad para hacer largas distancias, 4 o 5 kilómetros, a una buena velocidad y acelerar al máximo, si lo estimaba necesario, presentaba debilidades en noches cerradas.

Pero seguí viendo a Juan Pedro y a toda la peña por aquí y por allá. Incluso creo que me volví a caer alguna vez más de la Bultaco de Miguelo. El pobre, que era un gran motorista, acababa tirado por los suelos en la curva de la casa de Valeriano cada vez que me llevaba de paquete. Me decía que me echara al lado que él se echaba cuando entraba en la curva pero yo veía que casi tocábamos el suelo y me iba al otro, y empezaba la moto a temblar y a hacer eses hasta que acabábamos en el suelo. Miguelo no se lo creía, me miraba cabreado, pero no me decía nada. Yo echaba a correr, no quería volver a subirme a aquella rencorosa moto, que desde que le llevaba la contraria a su piloto me relingaba en cualquier curva.

Con Juan Pedro empecé a ir a bañarnos a Playa Blanca. El conocía a un camionero que daba viajes de piedras al puerto de Playa Blanca, que lo estaban construyendo en esa época. Entonces, nos poníamos en el cruce de la carretera de Conil, en la carretera Arrecife- Playa Blanca, a 100 metros de mi casa en Los Lirios, y cuando pasaba el caminero, él le hacía señas y nos llevaba para abajo. Sabíamos que a las seis de la tarde daba el último viaje y a esa hora nos teníamos que poner en las afueras de Playa Blanca, un pueblo con un grupito de casas de marineros y el Bar de Salvador, pegado a la misma playa en la que nos pegábamos una o dos horas sin salir del agua. Llegaba el caminero, nos subíamos y al ritmo que va el camión, íbamos conversando con el buen hombre. La vuelta se me hacía interminable. Oía mis propias tripas pidiéndome la merienda con insistencia malcriada. El camión seguía a su ritmo. Miraba a Juan, conversando con el camionero, que era amigo de su familia, y lo veía más rubio y blanco que nunca. Con un rojo de sol que solo cogían los turistas nórdicos. Yo estaba más negro que nunca. Mi melanina se activa a conciencia desde que descubre el sol y me da el color propio de un medio aborigen de una isla pegadita al banco canario sahariano, al ladito del continente africano, en la parte que ocupan los bereberes de siempre y los magrebíes de ahora.

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