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Mujeres

Me encantan las mujeres. Siempre lo he dicho. Me gusta encontrármelas en cualquier lado, verlas felices, aunque no escurro el bulto si hace falta discutir con ellas con tanto o más apasionamiento que con los hombres. Porque, al igual que reconozco que me gustan las mujeres, no puedo ignorar que también me encanta la oratoria, el debate, la confrontación de ideas y el contraste de los hechos. O sea, que me gustan las mujeres, pero no solo para observarlas, para disfrutar de esas singularidades tan femeninas que nos diferencian pero que, a las vez, nos imantan a ellas. No, no solo por eso. ¡Que también!

Los mío con las mujeres viene desde muy pequeño. Me crie más pegado a mi madre omnipresente que a mi padre, obligado a ausentarse del nido para garantizarnos el bienestar a la inmensa prole que ideó con su esposa. Y, además, el hecho de tener nueve hermanas, todas menos una mayores que yo, marca más que una herradura a fuego. Mis hermanas no solo me cuidaron, sino que me educaron. Me despertaron la curiosidad por un montón de cosas y me acompañaron hasta mi edad de adulto, hasta el punto de que mi fui a la universidad y allí estaban ellas en mi piso, que era el de ellas también. Nunca las traté de forma diferente ni me dejé de apasionar en mis discusiones porque descubriera en las liñas del patio viejo de casa que sus ropas interiores no eran precisamente iguales a las mías.

Tampoco tuve esas diferencias al discutir temas de clase con las chicas. Que, por cierto, en las mismas hubo siempre más chicas que chicos, llegándose en primero de BUP al récord de 27 chicas frente a cuatro chicos. Era como estar en casa. Y eso que yo era de practicar deportes como el fútbol y la lucha canaria, que en aquella época iban etiquetados como deportes de hombres. Aunque, en tercero de BUP, me atreví, incluso, a crear un equipo de lucha femenino en el Instituto Blas Cabrera Felipe, que entrenaba yo mismo con verdadera pasión, y todavía recuerdo cómo disfrutaban aquellas niñas haciendo garabatos, pardeleras, caderas y ganchillos (sin agujas, con sus piernas).

Por eso, ahora, vivo con mucha ilusión y esperanzado la llegada masiva de las mujeres a la política. Digo masiva, no porque sea una avalancha, porque llegan mujeres de todo tipo. Como hay hombres desde siempre con diferentes características, formaciones, ideas y actitudes. Que no tienen que ser unas fuera de serie para dedicarse a lo público como los hombres. Y eso me da buenas vibraciones, demuestra que algo se ha conseguido por las feministas en estos últimos años de lucha descarnada, pública y valiente. Reconozco que no soy partidario de los excesos, pero llevo mejor los exabruptos verbales de las mujeres que las de los machos ultraconservadores que rozan el delito al referirse a las mujeres más valientes como “perritas falderas” de sus acompañantes hombres.  

Tengo dos hijas veinteañeras. Hacen y deshacen a su manera. Me alegra enormemente su valentía, sus capacidades para olvidarse de atavismos decimonónicos y afrontar sus sueños con decisión y libertad. Con los hijos y las hijas se debe vivir sabiendo que no son tuyos, que son de ellos mismos, que lo mejor que nos puede pasar es que no nos necesiten para nada. Porque llegará el día, esperemos que lo más tarde posible, que les tocará sobrevivirnos y la independencia económica y emocional no se conquistan en un día. Mucho menos se hacen realidad los sueños de la noche a la mañana. Ya es hora de saber que no solo los Reyes Magos no existen; tampoco los príncipes ni las hadas madrinas ni cuentos parecidos. Solo queda, lo que cultivamos. El amor, la educación, los principios y la esperanza.

Antes, cuando yo era pequeño, si alguien nos preguntaba dónde estaba nuestra madre le contestábamos, con poco margen de error, que estaba en casa. Seguro que planchando, cocinando, cosiendo, limpiando, en definitiva, trabajando como una mula de forma invisible y gratuita. Ahora, para saber dónde está mi pareja, mis hermanas, mis hijas, mis amigas o mis compañeras tengo que hacer exactamente lo mismo que para encontrar a mis hermanos, amigos, hijo o compañeros. Exactamente, ponerme en contacto por teléfono con ellas y preguntárselo. Y, entonces, descubrimos que pueden estar en cualquier sitio, a cualquier hora, con quiénes y cómo les dé la gana. Y eso me gusta. Porque a mí me encantan las mujeres y me gusta encontrarme con ellas en cualquier lado. Y, aun así, sé que con esta única vida no me quitaré de encima los micromachismos (a veces, ni tan micros)  que llevó instalados en mi cerebro, de forma inconsciente por haber nacido en un estado sometido por una larga dictadura, en un pueblo rural de los años 60 y moverme en ambientes tradicionales. Pero el haber tenido tan cerca de mí siempre a mujeres que me han enseñado tanto, que me han ayudado tanto, que me han dado tanto cariño y apoyo, me ha dado también un ejemplo de convivencia que disfruto especialmente cuando miro a mi alrededor y veo a mujeres liderando la sociedad con tanta solvencia como tolerancia hacia a todos.

En realidad, iba a escribir sobre las muchas y variadas mujeres que veo en la política insular. Pero creo que me he embalado. ¡Y a lo hecho, pecho!

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