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Pleno al 15+1

Buenas personas (IV)

Los tres políticos incluidos en esta lista de buenas personas desarrollaron su función en distintos ayuntamientos. Antonio Pérez, retratado ya en la segunda entrega, era concejal del PSOE en Tías, mientras que José Pérez Dorta estaba en Haría con Alternativa Democrática de Haría (ALDEM) y Marcial Valiente en el municipio de la otra punta, en Yaiza, por el PSOE. A estos dos, al del norte y al del sur, les conocí en la política y siempre tuve un trato exquisito. Me parecían gente cabal, con ganas de trabajar y dispuestas a actuar con coherencia. A Pérez Dorta, le veía poco. Pero siempre que coincidía con él, me llevaba la grata sensación de estar delante de un hombre honrado, pegado al terruño, con unas ansias democráticas que casaban bien con un municipio donde dos únicas personas estuvieron presidiendo el Ayuntamiento por casi 30 años. Me quedo pena cuando anunció su retirada de la política, después de gobernar en Haría con Marci Acuña de alcalde. Pero me alegró que lo hiciera sin hacer ruido ni aspavientos. No sé dónde estará ahora. Pero seguro que estará haciendo el bien.

Concejal y camarero, con honor

Con Marcial Valiente tengo menos trato que antes, que coincidíamos en las cafeterías del centro de Arrecife y conversábamos sobre política, pero le veo de vez en cuando, especialmente cuando voy al Restaurante Casa Pedro, donde lleva media vida trabajando. Marcial es buena persona con todas sus letras. Humilde, trabajador, optimista, cercano, una persona a la que se le quiere desde que se le conoce. Estuvo de concejal en el Ayuntamiento de Yaiza y siempre puso su empeño en denunciar todo aquello que atentaba contra los intereses de los vecinos. Y lo hacía con respeto, pero también de forma contundente. Es de esas personas que sabes que nunca te quitaría la cartera y que si necesitaras algo que él tiene, no duraría en dejártelo. Conociendo la fauna política insular como la conozco, estoy encantado de haber conocido a Marcial.

Al servicio de todos

La primera vez que viajé con Covadonga Rodríguez, jefa del Servicio de Medicina Interna del Hospital Doctor José Molina Orosa, ya me quedó claro qué tipo de persona era. No iba a ser fácil convivir con alguien así, con alguien que antepone la gravedad de los demás a tus caprichos o deseos. Ya en el avión, me dio la primera señal. La azafata pedía por megafonía, que si había algún médico a bordo, que se presentará, por favor, urgentemente en la cabina. Antes de acabar de decirlo ya iba aquella mujer a toda velocidad al encuentro de la azafata. Vuelve 15 minutos más tarde y me explica que un niño se había puesto mal y que había que atenderlo. Pues nada, si es así, es así. Pero al día siguiente, mientras paseábamos por Gijón, un hombre se desploma delante de nosotros y se da un fuerte golpe en la frente contra la acera, delante de una farmacia, y empieza a sangrar, inconsciente. Antes de que yo reaccionara, ella ya estaba con las manos todas manchadas de sangre, reanimándole y diciéndole a la farmacéutica que le dejara no sé qué medicamento. Al parecer se trataba de un diabético que había tenido una bajada de azúcar.  No le importó que fuera un desconocido, el riesgo que significaba que estaba sangrando ni la responsabilidad que corría.

Covadonga pertenece a ese tipo de personas que se cree al pie de la letra sus obligaciones. Sus principios no le permiten saltarse ni dejar olvidado al dolorido ni al enfermo, aunque no sea un paciente de ella, ni esté trabajando en ese preciso momento. Es de esas personas que sufre por los demás, que tiene como una de sus prioridades básicas atender a los demás. Y lo hace de forma gratuita, sin más interés económico que el que le paga el SCS por desempeñar su especialidad. 

Y debe de hacerlo muchas veces, con muchas personas, porque pasear con ella por Lanzarote es arriesgarte a estar esperándola una y otra vez que se queda enredada con pacientes viejos, con pacientes nuevos o conocidos varios que le reclaman su atención. El ser buena persona en estos casos conlleva un sacrifico importante. Más todavía cuando tienes que conocer diagnósticos duros y tratamientos agresivos de gente que no tenías que ver si no fuera que las conoces. Y, ahora, encima te tienes que armar de valor para decírselo y sufrir ante la desagradable sorpresa. La he visto tantas noches sin dormir, preocupada por el diagnóstico de pacientes complicados, y llorar al conocerlo por la pérdida que van a sufrir el afectado y su familia que empiezo a entender lo difícil que es una vida de entrega cerca del dolor y la muerte para personas sensibles, para personas buenas.  

Conmigo desde siempre

He dejado para el final, para cerrar esta lista de “quince más una” buenas personas, a dos de las primeras que conocí, a las que más tiempo he dedicado y cercanía he tenido para poder ratificarme ahora.  Se trata de mi cuñado Plácido Quiñónez y mi hermana Esperanza García. Y si pudiera meter a otra persona buena metería a mi hermano número 12, a mi querido sobrino Juan Camacho García, que ha sido como mi hermano pequeño, conviviendo con nosotros desde que falleció su madre, mi querida hermana Carmen.

A Plácido le conocí de una forma muy singular. Podría decir que fue gracias a mi hermana Pino que se lo echó de novio cuando yo era un chinijo. Pero creo que fue culpa de mi madre, que nos convirtió a mi hermana Encarna y a mí en las carabinas de la pareja. Allí donde iban ellos, especialmente a Playa Quemada y a Los Pocillos, mi madre nos mandaba a nosotros de carabina. Desde que mi hermana decía que iba a ir a la playa con su novio, mi madre me ponía el bañador y las zapatillas de goma abiertas y me metía en el Seat 124.  Así mi madre mataba dos pájaros de un tiro. Por una parte tenía a mi hermana “controlada” y, por otra, nos perdía a nosotros de vista unas horitas. Pero, lo curioso, es que, Plácido, en lugar de cabrearse nos hacía los chiquillos más felices de la tierra. Se ponía a jugar con nosotros, nos enseñaba a nadar y nos compraba hasta un polo. Y yo, que era ya tan desconfiado como ahora, me quedaba pensando si no nos estaba engatusando para que no cumpliéramos con nuestra función de vigías.  Por si acaso, me echaba en la arena al lado de ellos dos. Pero no era por eso, el hombre era buena persona porque ya casado y sin necesidad de vigilancia, era todavía más servicial, más atento y más desprendido. ¡Cuánto afecto y cariño les debo a Pino y Plácido!

A mi hermana Esperanza la conozco porque desde el mismo día que mi madre me parió en nuestra casa de Tías, ella estaba allí. Siempre ha sido una persona muy sensible, alérgica a los gritos y los malos rollos. Entusiasmada desde joven con el Latín y Griego, especialidad por la que se licenció después y le ha dado de comer, a través de la Educación. Mi hermana Esperanza es tan honesta que ve cómo se le cae un euro del bolsillo a ella y le pregunta a todos los presentes si es de alguno de ellos antes de cogerlo. Es una mujer fuerte y luchadora como ninguna, pero lo hace en silencio. Ahora me lo demuestra todos los días. Y, a pesar de todo, no se queja, no culpa y te recibe siempre de forma tan cálida. Posiblemente sea la antítesis de mí. Aunque yo quiero pensar que es mi complemento. Hubo tantas ocasiones en Tías y en La Laguna, donde compartimos piso estudiando, que ella fue mi pilar. Siempre estaba dispuesta, ya fuera a matricularme, a sustituirme el día que me tocaba cocinar o a oír mis historias de desamor con una complicidad que me sosegaba en nada. Echo de menos aquellos días, pero me alegro tanto de que haya podido hacer realidad aquellos sueños por los que luchó cuando eramos unos niños. He tenido mucha suerte.

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