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El Hoyo del Agua

 

Gran parte de mi vida social cuando era un niño se desarrolló en el Hoyo del Agua.

Así se llamaba la zona del pueblo de Tías que quedaba atrapada por debajo de la carretera Arrecife –Yaiza, a la altura del cruce de Conil. En realidad, la calle principal de esta zona era la continuación de la carretera de Conil que se convertía en camino al superar el cruce. Esta parte del pueblo estaba encajonada entre la carretera y las fincas de cultivo. En aquella época no existía la salida a la calle Libertad que hay hoy, por debajo del polideportivo. Esa zona eran fincas de gruesas paredes y pronunciados desniveles orográficos de los que se escapaba caminando por una vereda tan bien trillada como estrecha.

Desde muy pequeño, me acostumbré a cruzar la carretera. Miraba para un lado, miraba para el otro, y echaba a correr viniera o no coche. Salvo que ya estuviera el vehículo por acá de casa de Nieves la de Sicilia, los que iban hacia Mácher, o por acá de casa Mota, los que iban hacia Arrecife. En ese caso, me quedaba quieto y nada más pasar el coche, echaba a correr hasta la otra orilla. Había que hacerlo tanto cuando iba al Hoyo del Agua, propiamente, como cuando iba para las fincas de mis padres, que se encontraban a unos dos kilómetros de allí, en Las Quinzuelas. Pero para llegar hasta allí, había que cruzar la carretera, caminar unos 50 metros por el camino del Hoyo del Agua y, a la altura de la primera casa, que era de piedra, estaba abandonada y situada en el margen izquierdo, salíamos de ese camino, hacia la derecha, por el camino de Hoya Limpia, que pasaba por delante de las dos únicas casas que quedaban contenidas entre la carretera y este camino, las de la familia Umpiérrez Rodríguez y la de Rafael Rodríguez Mota, que eran familia entre ellos.

 

Las hogueras de San Juan y San Pedro

Por debajo de ese camino, haciendo esquina con el del Hoyo del Agua, había una finca inmensa, de paredes de piedra gordas, que tenía en el centro un paredón hueco, a modo de corral, dónde hacíamos las hogueras de San Juan y San Pedro. Eso lo lideraban los Fernández y los Fontes. Los Fernández Batista, los hijos de Carlos y Antonia, el que era de mi edad, Emilio, y sobre todo, Juan, que era unos años mayor que nosotros y muy atrevido. Allí, cuando oscurecía, tanto la víspera de San Juan como la de San Pedro, amontonábamos toda la basura que podíamos, incluida alguna rueda de camión, y hacíamos una espectacular hoguera que nos dejaba oliendo a fuego casi todo el verano. Al lado, hacíamos un pequeño fuego, entre unas piedras y, sobre las brasas, poníamos piñas de millo y papas. Allí nos encontrábamos casi todos los chicos de los alrededores. Además de los Fernández ya citados y los Fontes, Juan José, Domingo y Santos, también aparecían los Umpiérrez, Antonio y Maximino y no sé si Perico venía también o era muy pequeño en aquellos tiempos. Los hermanos Juan Jesús e Isidro Betancort, mis primos Ángel y Antonio también solían aparecer por allí, con su primo Pepe, que vivía al final del camino del Hoyo del Agua, casi ya en los topes, cerca de la peculiar pareja formada por Pepe y Caridad Robayna, por debajo de la casa de Martin Fajardo, el hombre más serio y recio que he conocido en mi vida, y de Cándido. Desde el fin del Hoyo del Agua, venía Pepe a la hoguera, pasando primero por la Casa de los Fontes, que eran vecinos de mi tía Juana y su marido Manuel Lemes, de Andrés Pérez y Luciana Fernández y de Fefa Pérez, en la trasera del bar de Manuel Cabrera, donde estaba también la tienda de Pilar e íbamos a ver a luz mayores jugar a la bola.

En aquellos tiempos, donde abundaban los aerosoles y los insecticidas Moferty y nadie se preocupaba por la capa de ozono, nos entreteníamos tirando al fuego los cacharros vacíos que, nada más calentarse, estallaban y salían volando del fuego, completamente destrozados.

No éramos conscientes del peligro hasta que ocurrió una verdadera desgracia con un aerosol de insecticida, aunque no fue en la hoguera. Se produjo en Casa de Aurelia y Domingo y afectó a Juan José. Una calurosa noche de verano, se levantó de madrugada porque le molestaban los mosquitos. No había luz eléctrica en esa época. Así que encendió un fósforo (cerilla, para los del puerto) con una mano y con la otra cogió el insecticida. Con tan mala fortuna, que apretó el insecticida hacia el fósforo y le explotó el cacharro en la cara, provocándole quemaduras importantes.

Ponía la piedra donde ponía el ojo

En esa época, el peligro era permanente. Las desgracias no se daban por esa especial protección que los hados dan a los niños. Sin eso, no se explicaría que aquellas batallas a pedradas que teníamos cada cierto tiempo solo acabaran con pequeños golpes y alguna jeta en la cabeza. En ese sentido, Juan José era mi ídolo. Donde ponía el ojo ponía la piedra. En una ocasión, cuando me creía que estaba lo suficiente lejos para que no me diera, le provoqué gritándole cosas que no le gustaba oír y eché a correr. Solo pasaron unos segundos hasta que sentí que había puesto su ojo en mi espalda.

Frecuentemente, iba al Hoyo del Agua. Ya fuera a comprar a la tienda, a jugar con los chicos, a pedirle el lagar para pisar la uva a Leandro, el de Manuela, para ir a casa de mi prima Sarito y Pedro Cañada, a jugar a la bola con Peyo y Mamé mientras Octavio y Sally revoleteaban por allí. Iba a muchas cosas, porque en el Hoyo del Agua había más casas, más gente, y más servicios que en el Camino de Los Lirios, donde solo estaban las casas de nuestros vecinos. También vivían en el Hoyo del Agua mis abuelos maternos, Ángel y Manuel, a lado de la casa de mi tía Juana y mis primos Manolo, Teresa y Elia Lemes. No me duraron mucho tiempo mis abuelos, aunque vivieron ambos más de ochenta años, pero al ser yo de los nietos más pequeños, viví muy pequeño la muerte primero de mi abuelo y después mi abuela, que recuerdo que estuvo enferma durante mucho tiempo. Las largas agonías de antes que llevaba la familia como podía.

Quise ser carpintero

Llegué a ir, en mi más tierna infancia, al Hoyo del Agua también porque quería aprender carpintera. Un primo de mi madre, Alfonso Gopar, tenía una pequeña carpintería en un almacén en casa de sus padres, tío Pepe Gopar y tía Antonia. Y allí me fui yo. Era una carpintería casi artesanal, cuando yo llegué tenía un encargo de unas cruces, me parece que estaba haciendo una silla para un camello y una puerta simple. Yo noté desde el primer momento que aquello no iba a prosperar. Que a la menor excusa me pondría en la calle. Me gustaba el ruido de las máquinas cortando tablas y el olor a serrín, a madera recién cortada. Alfonso me dio un trozo de madera y un cepillo y me puso a cepillarlo. Los cuatro o cinco ratos que fui, se repetía lo mismo. Yo entraba en el almacén y aquel hombre me traía el trozo de madera y el cepillo y así quedaba yo dándole para arriba y para abajo. El quinto día, entré pero Alfonso no trajo la madera ni el cepillo. Estaban las máquinas paradas. Lo único que oía eran los gritos de los jugadores de bolas al otro lado del camino, delante del bar de Manuel Cabrera.

Alfonso me dijo que iba a cerrar la carpintería que ya no fuera más. Me fui triste a mi casa, camino arriba, crucé hasta la carretera casi sin mirar y se lo dije a mi madre, que no podía ocultar su alegría. Llegué a pensar que el buen hombre cerró la carpintería por no verme más por allí cepillando aquel tablón. Al poco tiempo, vi a Alfonso conduciendo un taxi, como su cuñado, el marido de su única hermana, Josefina. Y me quedé más tranquilo. Ahora sabía que yo no tuve la culpa del cierre, que sólo era que había descubierto el turismo también. Cogió el taxi y ya no volvió a soltarlo. Hasta sus hijos, que no conocieron la carpintería, han apostado por el taxi para vivir entre el descanso de la casa y el trabajo de la carretera.

Las cosas de mi tía Antonia, que en realidad era tía de mi madre

Aunque yo le llamaba tía Antonia, en realidad era la mujer del tío de mi madre, de Pepe Gopar, hermano de la madre de mi madre, Manuela, pero yo le oía decir a mi madre tía Antonia y yo le llamaba igual. Y nadie me corrigió nunca. Era una mujer especial, voluminosa, al contrario que tío Pepe, que se mantuvo siempre flaco y erguido, y muy extrovertida. Vivían en la segunda casa del margen izquierdo del camino, por debajo de la casa de Leandro y Manuela, separado por un buen trecho de tierra que era de su propiedad y que plantaba de tomateros y granos. Realmente, la casa estaba, aún sigue estando, enfrente mismo de la entrada al llano donde estaba el bar, la tienda y la improvisada cancha de bolas de mis sueños pueriles.

Los días de fiesta, como réplica femenina del bar de enfrente, donde solo acudían hombres a beber y jugar a las bolas y a las cartas, tía Antonia reunía a una docena de mujeres en otro almacén distinto a la de la carpintería que daba al camino a ras del frontis de su casa, allí se pasaban horas y horas jugando a la lotería y a las cartas. Yo pasaba por delante, para arriba y para abajo, y me llamaba la atención esa división del ocio por género. Pero no me atrevía a entrar. Hasta que un día entré y casi me mato al día siguiente.

En la casa, delante de una puerta que tenía por el lateral occidental, tenía también un futbolín que usábamos los chicos, previo pago de unas monedas. Y, jugando allí, vi que tenía una bicicleta, con un sillín de madera, sin frenos ni guardabarros. Uno de los chicos me dijo que tía Antonia solía alquilar la bicicleta, que seguro que era de su nieto mayor, el hijo de su hija. Yo quería cogerla y fue por eso por lo que interrumpí la partida de aquellas mujeres tan entusiasmadas con el juego. Me dirigí a tía Antonia. Pero tardé más en saludarla que ella en ponerme en el camino. Pero, aun así, me dijo que pasara mañana por la mañana y que llevara las monedas que costaba el alquiler.

El día que volé en bicicleta

Me presenté el domingo a media mañana y tía Antonia me dejó la bicicleta, previo pago. "A esta misma hora, mañana, quiero la bicicleta aquí, que con esto que trajiste solo te da para un día", me dijo antes de que saliera pedaleando de allí como un loco.

La bicicleta eran dos ruedas y un cuatro con sus pedales, cadena y sillín de madera: ni frenos, ni nada más. Pero nosotros estábamos acostumbrados a frenar metiendo el pie entre la rueda trasera y el hierro del cuadro. Dejábamos media suela en cada frenada, pero eso era lo de menos porque teníamos zapatero en el pueblo.

Salí como un loco en la bicicleta de tía Antonia. Camino arriba, pedaleando como si no hubiera un mañana, llegué hasta la carretera. Me paré, miré para los dos lados y cruce montado en la bici y seguí por la carretera hasta las primeras casas de Conil. Al no tener nada, la bicicleta era muy ligera, se iba bien, muy bien, subiendo la pendiente de Conil.

Ahora venía lo mejor. La bajada a toda pastilla. Y ahí iba este valiente. La bicicleta volaba cuesta abajo, hasta que a la altura del acceso al camino de Peña al Gato meto el pie para frenar y noto como la rueda me levanta la piel de la planta del pie. La suela estaba más gastada de lo que yo pensaba. Enseguida me di cuenta que me iba a estallar como una pita sin remedio. Vi la cuneta, con arena fina y unos bobos de un par de metros, un poco antes de llegar a lo que hoy es la casa y finca de Pepito Manuel y me fui intencionadamente contra ellos. Sabía que no quedaba mejor opción y que si llegaba al cruce sin control me podría llevar un coche por delante. Pienso en el taponazo y todavía me duele todo. Unos cuantos bobos se partieron, tenía la boca llena de arena y rasguños por todos lados. Pero el mayor susto me lo llevé al ver la rueda delantera de aquella bici suicida completamente doblada, rota. Se me aparecía la imagen corpulenta, vestida toda de negro, de mi tía Antonia, blandiendo un palo con el que prometía romperme los huesos que se habían salvado del aterrizaje en la cuneta.

Cogí la bicicleta y arrastrándola a ella, y a lo que quedaba de mí, llegué al Hoyo del Agua. Dejé la bicicleta al lado del futbolín, junto a la puerta lateral de la casa. Y me fui sin hacer ruido, todavía dolorido por el encontronazo y asustado de que apareciera mi tía, que en realidad era la tía de mi madre, y me dejara todavía peor. Creo que fue la última vez que fui a su casa. Y cuando pasaba por delante de su puerta, aceleraba el paso y miraba para otro lado, por si acaso se acordaba del percance y me lo echaba en cara.

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