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Cementerio catarí

 

 

Aparte de la previa que hice en el vientre de mi madre, que junto a mi viejo (Q.E.P.D) fueron futboleros de toda la vida, y mi madre lo sigue siendo, empecé a frecuentar con ambos el vetusto estadio Romelio Martínez de Barranquilla a la edad de tres años, soportando altas temperaturas caribeñas, pero la pasábamos estupendamente.

Ya con más uso de razón, de niño y adolescente, te das cuenta que el compartir cada quince días un espectáculo con gente anónima que tiene un gusto en común es una gozada, sobre todo en Barranquilla donde ir al estadio era un rico vacilón.

Además de lo que se vivía y veía en el terreno de juego, con auténticos cracks colombianos, argentinos y brasileros que luego estuvieron en clubes europeos, la grada tenía su mundillo particular: la banda con música alegre de la tierra, la mamadera de gallo de la afición, los vendedores ambulantes de cervezas, refrescos y comida que subían y bajaban antes y durante todo el partido y el seguimiento de los acontecimientos por radios estridentes que llevaban algunos aficionados, como si no estuviéramos allí para saber lo que estaba pasando, pero cuando había silencio extrañábamos el ruido porque él también formaba parte del plan dominguero.

Los mundiales de fútbol eran otro cantar, en casa y por la tele. Por diversas razones tengo varias referencias de las citas mundialistas. Argentina 78 porque fue el primer mundial que recuerdo de mi niñez jugado con aquella llamativa pelota ‘Tango’ diseñada por Adidas. Vi  campeonar a la selección del flaco Menotti en blanco y negro, y con el paso de los años, fui consciente de que aquel Mundial fue celebrado en plena dictadura militar con el liderazgo de un personaje nefasto en la historia latinoamericana, el dictador Jorge Videla, presidente de Argentina bajo el mando de la Junta Militar. El Mundial fue la cortina de humo perfecta para esconder los horrores de Videla y sus secuaces.

Como mucha gente, en España 82 no di crédito a la eliminación de la casi perfecta selección de Brasil a manos de la Italia comandada por el goleador Paolo Rossi. De México 86, el Mundial que desistió organizar Colombia, todavía me retumba el “nojooooooda” de mi viejo cuando ambos saltamos de la cama con el segundo gol de Maradona a Inglaterra. El Gol del Siglo, regateando el Pibe de Oro  hasta cinco rivales, la obra maestra que hemos visto y repasado todos.

De Italia 90, recuerdo la buena actuación de Colombia en su regreso a los mundiales después de 28 años, y aquel gol emocionante en el minuto 92 del malogrado Freddy Rincón a la potente Alemania que supuso el 1-1 y el pase a segunda ronda. Colombia estaba dirigida por Pacho Maturana en el banquillo y por Carlos Alberto Valderrama Palacio en el campo, ‘El Pibe’, un cerebro del fútbol.

El primer Mundial que vi fuera de Colombia y sin mis padres, ya viviendo en Canarias, fue el de Corea del Sur - Japón 2002, pero  doy el salto a Sudáfrica 2010 por el campeonato de la España de Vicente del Bosque y de los tres magníficos del Barça que manejaban a su antojo la medular, Busquets, Xavi e Iniesta. Pero en el fondo este Mundial tiene un supremo campeón que no es otro que Nelson Mandela, figura planetaria como símbolo de la defensa de los derechos humanos y líder del exterminio del apartheid. La obra humanitaria y solidaria de Mandela consiguió la celebración de un Mundial por primera vez en el continente africano. El Bacán Mandela murió tres años después, en 2013, a los 95 años de edad.

En esta última época mi recuerdo más cercano está en Rusia 2018, y no precisamente por el fútbol. Allí estuvo un gran amigo, más que un amigo diría yo, Arturo Escarda. Era corresponsal de la Agencia EFE en Moscú y nos transmitió a la gente más cercana su ilusión por la oportunidad de trabajar en la cobertura informativa de ese Mundial, pero tres meses después de la final murió ahogado en una playa de Lanzarote cuando disfrutaba de vacaciones tras su enriquecedora experiencia mundialista.

Mi reencuentro con la celebración del Mundial sigue siendo sombrío. El dinero del petróleo y el gas pudo más con la asignación de la sede a Catar 2022, que forzó su celebración en noviembre - diciembre  para evitar las altas temperaturas de mitad de año, sin embargo, los obreros que levantaron los estadios sí que tuvieron que trabajar en verano durante los últimos años sufriendo temperaturas de más de cuarenta grados.

Grave el atropello en Catar a los derechos humanos, donde la homosexualidad, por ejemplo, está penada, como escandaloso las más de 6.500 personas fallecidas en las obras de construcción de los ocho estadios de este Mundial, cuyo presupuesto organizativo se estima en 200 mil millones de dólares.

Un cementerio catarí de miles de muertos que ganaban una miseria trabajando en condiciones infrahumanas, obreros procedentes principalmente de India, Nepal,  Pakistán, Bangladesh, Filipinas y Sri Lanka. Y todavía el presidente de la FIFA, Gianni Infantino, tiene la jeta de cabrearse por la avalancha de críticas a Catar en un monólogo prepotente donde dijo que “hoy me siento árabe, hoy me siento africano, hoy me siento gay, hoy me siento discapacitado, hoy me siento un trabajador emigrante”.  Ojalá que ni ahora ni nunca la opulencia de Catar, con estadios con sistemas de refrigeración, y otras excentricidades del mundo del fútbol nos desdibujen la cruda realidad.

 

 

 

 

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