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Gente mayor pero muy jovial

Mis amigos mayores (II)

Recuerdo como si fuera ahora, aunque han transcurrido cuarenta años, cuando hablé por primera vez con Agustín Acosta Cruz. Fue por teléfono, uno de esos aparatos de la época, con la ruedita enumerada para marcar y color crema. Marqué y corté antes de que sonora en unas cuantas ocasiones. Estaba nervioso y no estaba muy seguro de que si realmente quería hacer aquello. Pero, finalmente, me decidí y mantuve el aliento mientras daba llamada al otro lado. “Dígame”, dijo, a secas. Pero su voz era inconfundible. Hasta que descubrí más tarde qué era “un garganta profunda”, para mí, en aquel momento, aquella era la voz de una garganta profunda, la misma que oía en conversación amena con Román Cabrera, a las dos de la tarde, contándonos los goles y anécdotas de los partidos de la semana. Le saludé y le dije que quería colaborar en el programa de deportes haciendo crónicas de lucha canaria. Se lo dije de un tirón y respiré profundo al acabar. Casi de forma inmediata, le oigo decir: “Muy bien, claro, venga usted mañana a las dos de la tarde con la crónica y empieza”. Y así fue. Y así estuve durante unos meses, participando en el programa de deportes, e, incluso, me sirvió para conocer a su hijo, Agustín Domingo, un par de años mayor que yo, que conocí delante del Instituto Blas Cabrera Felipe, un día de clase, iba en un zuzuki, con una grabadora colgada del tamaño de un maletín, que estaba buscando declaraciones para no sé qué programa. Desde ese momento, surgió una empatía  que se mantuvo durante muchos años.

Ese primer contacto con Agustín Acosta fue muy superficial, hablando mucho de lucha canaria, especialmente de su experiencia en la apertura de la delegación insular, de la que fue el primer responsable, y luchadores de aquella época y poco más. Al poco tiempo, me fui a Lancelot y volví ya  en 1988 para ser su hombre de confianza en La Voz de Lanzarote, de la que fui redactor jefe y director adjunto durante diez años. Pero debo reconocer que llegué de la mano de un amigo de entonces y buen compañero de la época, Mario Alberto Perdomo, que colaboraba con Agustín, con cuatro o cinco pseudónimos, y me recomendó, con el propósito, además, de que le echara una mano en la radio que él había fundado, Radio Volcán, en sociedad con Tomás Borges, Leopoldo Díaz y Manuel Hernández Spínola, que acabó más tarde como el rosario de la aurora. Pues eso hice, me fui a trabajar a La Voz y lo compatibilizaba con una colaboración con Radio Volcán, a pesar de que Agustín todos los días me echaba indirectas para que las abandonara. Me recordaba que la radio de la empresa era Radio Lanzarote. Pero yo, que era demasiado rebelde para aceptar exigencias más allá de lo acordado, le decía que si me hacía elegir, me iba. Y no me obligó a elegir. Años más tarde, con sus hijos, se me planteó la misma tesitura, y elegí seguir en Lancelot Televisión. Pero eso son otras historias. Lo que me interesa, es situarme en los inicios de mi relación con Agustín Acosta, que me llevaba unos treinta años, y que fue fundamental para yo poder mantener relación con mucha gente de su edad, al llevarme con él a sus desayunos y encuentros sociales de aquel Arrecife, donde todo estaba en el centro de la ciudad, a unos metros de nuestra redacción, que estaba en la Plazuela, en la calle Canalejas, 2, 2º.

Con él, me relacioné con políticos como Agustín Torres, Domingo Ortega, Segundo Rodríguez, Nicolás de Paiz, León Russo, José María Espino, Leopoldo Cabrera Lasso, Enrique Pérez, con periodistas como Guillermo Tophan, abogados como Paco Gómez, Marcial Francisco, Beltrán Sierra, empresarios como Gregorio Armas y técnicos como el arquitecto Domingo Suárez, entre otros muchos, que me proporcionaron la oportunidad de hacerme una imagen de Lanzarote muy completa, llena de matices y de anécdotas que mi curiosidad innata interiorizó con esmerada satisfacción. Sobre esos cimientos, fabriqué muchas historias, amistades y compromisos. Y me ha ayudado para darle más profundidad a los análisis políticos, no quedándome solo en lo inmediato. Y no me quejo de cómo me ha ido.

Mañana más.             

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