Tú decides
- MANUEL GARCÍA DÉNIZ
Nos esperan batallas electorales reñidas (XXIII)
La única manera en la que pueden afrontarse unas elecciones es estando absolutamente convencido de que la decisión la toma el elector, el ciudadano. Y es que es una simplificación, la mejor, de la lucha por el poder. Cualquier pasado en este sentido fue peor. El reducir el acceso a la gestión de lo público y al poder que conlleva a la voluntad popular es la mejor expresión de los avances humanos e instalación en un mundo civilizado.
El sufragio universal es la base de la igualdad universal. No podemos ser iguales si todos no tenemos el derecho a decidir en el origen de todo. Ya sé que tiene imperfecciones, ya sé que hay grupos de presión, organizaciones poderosas y partidos dispuestos a amañarlo todo. Sé que hay mangantes, incluso, que se dirigen a las zonas donde malviven las personas más vulnerables para comprarles el voto por unos cuantos euros y eternizarles así las condiciones de su maltrato. Y precisamente por eso sé de la fuerza del voto. Claro que lo sé también porque no hay sino que observar cómo los políticos intentan engatusarnos estos días. Porque, para ellos, y lo tienen muy claro, no da lo mismo que les votes a ellos o a sus rivales. Y aunque ninguno sea del agrado total nuestro, en esa baraja hay juego.
Hay que ir a las urnas. Y hay que hacerlo con el convencimiento de que vamos a decidir. Y de que vamos a hacerlo con honestidad. Y honestidad en estas cosas no es más que votar conscientemente. De saber que está eligiendo un alcalde, un presidente de Cabildo, o un parlamentario o presidente de Canarias. Interesarse previamente de cuáles son las funciones de cada uno y, entre quiénes se presentan, cuál es el que mejor perfil, programa y entusiasmo tiene para afrontar el reto con el que usted sueña.
Si vota por convicción ideológica a todos por igual, sin tener en cuenta si cumplen o no, si representan realmente lo que usted cree que representan, está perdido. Usted así no decide nada el día electoral, usted ha dejado en manos de las siglas del que cree su partido su voluntad democrática. Sin chequear cómo funciona la organización, qué representa y qué ha hecho, usted actúa como un zombi, que cree que sigue vivo cuando hace tiempo que está muerto. La única manera, a veces, de que su partido retome sus ideales originales, desvirtuadas en el juego de tronos, es la derrota. A veces ganar es que pierdan los nuestros. Si ganan jugando mal, no volverán a jugar bien. Si ganan sin esfuerzo, no volverán a esforzarse, si ganan con mentiras, no volverán a decir la verdad. Los límites son tan vitales en los políticos como en los adolescentes. El poder fronteriza, deja al individuo entre lo humano y lo divino. Y no solo se cae en la megalomanía, también se cae en el convencimiento de que todo se puede hacer sin dar explicaciones. O lo que es peor, que se puede estar sin hacer nada. “Los míos siempre me votarán porque no hacerlo es traicionar sus principios, aunque yo únicamente me pongo la camisa del partido para hacer lo que me da la gana”, es un pensamiento que cohabita y se impone frecuentemente a la doctrina de la organización que les pone al frente y los impone a la sociedad, principalmente de esos fieles seguidores que, de tanto declararse ateos, convierten en dioses a sus peores compañeros con una fe ciega. Eligen a Barrabás, “porque es el nuestro”.
La elección es colectiva, no cabe duda. Se trata de que nos gobierne el que más apoyos tiene, para garantizar la estabilidad social y promover el bienestar social. Pero la decisión es personal, intransferible. Y es el sumatorio de esas voluntades personales la que crea el cuerpo colectivo supremo que da cobijo a su gobierno. Y, por eso, hay que quitar al que gobierna por gobernar, sin favorecer las condiciones para que la gente encuentre los resquicios necesarios para arañar cuotas de felicidad, que deberían de ser universales, que llegaran a todos. Sería una contradicción que se buscara crear una sociedad en libertad y que los individuos votaran secuestrados por consignas que ya no representan sus aspiraciones. Sería igualmente una contradicción que dos vecinos que tienen la misma opinión de lo que hay que hacer y quién lo puede hacer, voten cosas distintas, por miedo al tormento que les pueda causar los que entienden como “nuestros compañeros”.
El voto es de cada uno. De cada elector. Es el arma que le han dado para combatir el mal gobierno e instaurar los cambios que considere necesarios en su pueblo, en su isla, en su comunidad. No tiene que dar explicaciones a nadie. A nadie. Pero sí debe saber que es su poder, que en esta batalla no existen más jerarquías que su intención de ayudar a construir una sociedad donde pueda ser un hombre libre, con oportunidades y derechos. Por supuesto, hay que votar una y otra vez, tantas veces como sean necesarias, para conseguir que la sociedad se aproxime a lo que queremos. Y no hay atajos. Se hace con el voto. Y el voto no se vende, ni se negocia, ni se malea por miedo o burdos intereses. El voto es el arma que nos dan para participar, para cambiar lo que no nos gusta, y debe de estar perfectamente engrasada y preparada para descargar las papeletas en las urnas al unísono. Cada uno la suya, pero todos a la vez.
Alejarse de las urnas es una posibilidad que tienen los poderosos, que tienen más armas para subyugar e imponer sus criterios, pero no los pobres ni la clase media. No es una casualidad que en las zonas más vulnerables, más pobres, la participación electoral sea también paupérrima. Nos podemos quedar con la lectura de que no votan porque no creen en el sistema. Pero también podríamos hacer la lectura al revés: su empoderamiento electoral les llevará a atraer inversiones públicas e interés político. Por eso siempre he sido más partidario de las elecciones de concejales representantes de zona en los municipios que de la elección de todos en una única circunscripción electoral municipal. De esta manera, de todos en toda la superficie municipal, favorece a las zonas con mayor potencial electoral, con más participación, y enquista y eterniza la pobreza de barrios en los que se apuesta por el alcoholismo, la drogadicción y la religión como evasión de la realidad. Si esas zonas deprimidas tuvieran sus propios representantes en el plenario, se hablaría de esos barrios de forma positiva, como demandantes con derechos a tener mejores servicios e infraestructuras.
A veces no basta con votar. Pero siempre, no votar agrava el problema.