PUBLICIDAD

Cuando el baño es la antesala de la cocina

 

Noto que me estoy haciendo mayor en que, ahora, cuando voy a un restaurante, lo primero que visito es el baño. Hasta hace poco, la urgencia era acomodarme en la mejor mesa, pedir mi vino predilecto y disfrutar de la comida y de la sobremesa. A medida que iban las botellas vaciándose, tanto las de vino como las de agua, me empezaba a interesar por descubrir cuál de los machangos pintados en las puertas de los retretes correspondía a los usuarios machos o a las usuarias hembras. Iba, meaba y me volvía a la mesa, después de enjabonarme las manos, sin fijarme mucho en los detalles. Había algunas veces que entraba al baño, de un restaurante de los calificados como bueno, y el suelo parecía sacado del barranco del Poyo en los peores momentos de la inundación valenciana. Ni tenía papel higiénico ni el anterior usuario se percató de que el que la hace la paga tirando por la cadena.

Los baños de los restaurantes son la antesala de la cocina. Un amigo mío, frecuentador de restaurantes, me decía que él, siempre, antes de sentarse en la mesa de un restaurante, visitaba el baño. Si el baño estaba sucio, abandonaba el bar sin dar más explicaciones. Y lo justificaba: “Si el baño está así, que está abierto al público, imagínate cómo tendrán la cocina, a la que no dejan entrar a nadie”.   Y me dejaba pensando el jodido. Lo que nunca pensé, ni había caído hasta ahora, es que ese amigo, como la mayoría de los grandes amigos, prescriptores y guías que me han acompañado en mi vida, era unos cuantos años mayor que yo. Y estoy por pensar que sus prisas por entrar al baño, recién salidito del coche como una bala, no era por su escrupulosa forma de aproximarse a los restaurantes sino por las urgencias que ya me empiezan a entrar a mí, apenas unos años después de que él dejara de ir a los baños y a los restaurantes. En realidad, ya no hace nada. La muerte acaba con todo, hasta con estas cosas.

Yo soy de esos que usan los baños públicos solamente para miccionar. O sea, para mear. Abro bragueta, apunto, sacudo y cierro bragueta. Cuando la cosa conlleva tomar asiento, prefiero estar en casa. O sea, que no voy dejando mierdas por el camino. Lo que da solidez, siempre es bueno no perderlo por el camino. Pero no siempre se puede llegar a casa, ni es voluntario. Porque tampoco es tan sólido. Un retortijón, después de una abundante cena bien regada con alcoholes, y se te viene el mundo abajo. Aguantas. Y aguantas. Pero sabes que aquello se está poniendo cada vez peor. Si sigues aguantando, sabes que ya no solo no llegarás a casa sino que tampoco llegarás al baño.  Me pasó una vez y fue la primera vez que cenaba en La Cascada, en Puerto del Carmen. Seguí las señales, subí las escaleras y entré por una puerta que ponía baños. Apuradito todavía, las luces se encendieron automáticamente y me quedé pasmado. Si llego a saber que aquellos baños eran así, los hubiese visitado a la primera señal de mi colon.

Me alivié tan satisfactoriamente que cada vez que, tiempos después, me preguntaban qué era lo más que me gustaba de La Cascada yo decía, con un regocijo apreciable, que los baños. En el restaurante se come de maravilla, su propietario es un tío cojonudo, los profesionales son gente enrollada, pero, para mí, siempre será un ejemplo de cómo hay que tener un baño en un restaurante. La antesala de la cocina.

Si entras a un baño a mear y te dan ganas de devolver es que la higiene no es marca de la casa. No lo dudes. Es sorprendente la experiencia gastronómica y enoturística que hemos atesorado en esta isla donde  tenemos hasta 'Diálogos Inspiradores 2025'. Pero quizás faltan algunas cosas que solo los muy buenos saben tener en cuenta. Y como mis experiencias gastronómicas ahora empiezan por ahí, se las cuento. Avisados están.

Escribir un comentario

Código de seguridad
Refescar