Idas y venidas por el camino de Las Quinzuelas
- MANUEL GARCÍA DÉNIZ
Mi generación, los chicos y chicas que nacimos a mediados de los años sesenta del siglo pasado en el municipio de Tías, lo hicimos encima de un volcán económico a punto de entrar en erupción. Sin tener la más remota idea de lo que estaba pasando desde una década antes de nosotros nacer, con la compra de suelo en la orilla de las playas por empresarios alemanes y belgas, nos criamos en un ambiente rural y aprendíamos todos los días cosas de nuestros padres, que seguramente ellos aprendieron de los suyos a lo largo del pasado siglo, que no nos iban a servir para nada en el futuro. O por lo menos, no nos iba a servir de la misma manera que les sirvieron a ellos para ganarse la vida. El turismo estaba echando raíces en nuestro municipio al mismo tiempo que nosotros aprendíamos los quehaceres agrícolas como si en eso nos fuera el futuro.
El camino a las tierras
Me gustaba mucho el ir y el venir de la fincas, de las tierras. Más el ir que el venir, porque cuando volvías, estabas cansado y menos animoso para Interactuar con el entorno. Me gustaba observar lo que pasaba mientras nosotros recorríamos aquellos casi dos kilómetros. Como algunas señoras, sentadas sobre sus burros, acercaban a los animales a la orilla del camino y mientras ellos comían las hierbas silvestres que brotaban con las primeras lluvias, ellas alegaban con normalidad de sus cosas. También pasaba con los hombres, pero estos no paraban las bestias, sino que seguían el camino en paralelo. Tampoco me olvido de los hombres caminando detrás de los burros cargados de tomateros o de matas de granos. Los burros se sabían el camino de memoria, siempre iban por el mismo sitio. Eran burros pero no tontos.
Había que madrugar para volver pronto
Normalmente, salíamos de casa pronto. Antes de las ocho y volvíamos al peso del mediodía, con el tiempo suficiente para que mi madre preparara la comida. Mientras íbamos por el camino de Hoya Limpia, antes de desviarnos por el de Las Quinzuelas, que era un ramal que bajaba a la izquierda de este camino, nos encontrábamos a más personas. A veces coincidíamos a la altura de la casa de los Umpiérrez con mi tía Juana, y mi madre se apresuraba a caminar para saludarla porque ella se desviaba antes por el camino de Las Viñas, donde tenía unas tierras. Otras veces nos adelantaban vecinos que venían montados en burros con más bríos. A veces el encuentro con algún conocido se daba casi llegando a la finca porque venían por el camino de Los Topes, que estaba a unos cincuenta metros de nuestra finca, al final de la mayor pendiente que presenta el camino desde Tías.
Todos esos cruces de caminos eran un ajetreo de gente caminando o en burros. También se veía algún coches y, en época de zafra, los furgones de lo empaquetados distribuyendo cajas o retirándolas llenas de tomates. También solía pasar Paco González, con su furgoneta, en los tiempos en los que estaba construyendo la casa para un familiar que desde Venezuela mandaba las orientaciones y los cuartos. Paco iba casi todos los días y cuando coincidíamos en el camino, siempre paraba y nos invitaba a subir en su vehículo para acércanos al cruce de las carreteras de Mácher y Conil, a unos metros de mi casa, ya que él cogía por la carretera, destino a Arrecife.
Tierras y conocidos
A lo largo de nuestro camino tenían sus tierras muchos conocidos. La primera ya de plantación de tomates era la de Manuel García, “Cañajú”, al que solíamos ver desde muy temprano trabajando solo en la finca. A la altura del acceso al camino de las viñas, nada más llegar, veíamos plantar judías, con esmero, a Jesús y Ricardo Barreto y sus hermanas en bonitos surcos en un trozo pequeño de enarenado. Antes de irnos por el camino de Las Quinzuelas, estaba el enarenado de Eladio Cabrera, que plantaba de tomates y cebollas, al que solían acompañar sus hijos.
Nada más entrar en el camino de Las Quinzuelas volvía a tener un trozo de tierra Cañajú, pero este lo limpió y lo plantó de tuneras. En el margen izquierdo, había una tierra grande, de Cándido Batista, que araba y plantaba de garbanzos un trozo y el otro de tomateros. Por debajo de sus tierras, tenía las suyas Baldomero Cañada. Eran dos tiras, una a cada lado del camino, como si el camino le hubiese pasado por el medio dejando a un lado y a otro casi la misma superficie. Allí veía aparcada la moto Montesa de Cañada y a él plantando millos en cazoletas que remataba con el plantón. Por debajo, volvía a tener un trozo mi tía Juana, que plantaba de tomateros, y más abajo, por ese margen derecho, tenía un trozo Carlos Fernández, donde solía ver a Emilio y a Juan calzando los tomateros cuando la ventolera apretaba en esa Costa de Tías. En la misma cuesta, o pendiente, la más pronunciada del camino, volvía a tener un trozo de tierra de tomateros Cañajú y, más abajo, Augusto Padrón arenó dos trozos de tierra, uno a cada lado del camino y construyó un aljibe que nunca techó. Allí solía ver trabajando a Pepe el de Caridad Robayna, su jornalero.
Nosotros teníamos de vecino en las fincas al hermano de Cañajú, a Raimundo García, un hombre muy entendido en las cosas del campo. Sería muy raro, en aquellos tiempos, no encontrar a otras personas trabajando en sus fincas cuando bajábamos a las nuestras o volvíamos a casa. La actividad en el campo era intensa, no solo por el producto de exportación sino también porque se plantaban granos y legumbres y otros productos para el consumo de la casa. Pero el tomatero era también muy demandante de cuidados. Había que calzarlos cada dos semanas, despimpollarlos, despuntarlos, azufrarlos, sulfatarlos, enguanarlos y, durante la zafra, cada dos semanas había que ir a coger la cosecha.
Del tomate a la cebolla bajo el acecho del turismo
Nada que ver con la cebolla. La cebolla se plantaba, se le arrimaba la arena del surco, se sulfataba una vez, o dos, y a esperar a que estuviera hecha para cortarla, meterla en sacos y venderla. Por eso mi padre decidió plantar cebolla en la mitad del arenado que hizo en Las Quinzuelas. Fue de los primeros que se atrevió a meter cebolla en Las Quinzuelas. La gente le decía que allí no se daba. Pero nosotros sacábamos todos los años más de 5000 kilos sin despeinarnos mucho. Mientras se vendió, cundió. Pero a partir de mediados de los Ochenta ni la cebolla ni el tomate rentaba. Y se iban abandonando las tierras y los jóvenes preferían la actividad turística y la construcción con sueldo mensual y horario reglado que aguantar a sus padres en una actividad agrícola que no daba sino quebraderos de cabeza.
A partir de esos momentos, empezaron a verse menos personas caminando por aquellos caminos y las que iban eras señores y señoras mayores que no querían perder su vínculo con su finca. Empezaron a ser más frecuentes los coches que los burros.
Me gustaba ver a las mujeres subidas a su burros, sentadas con las dos piernas para el mismo lado o los chinijos pidiéndoles velocidad al burro que pasaba del trote al galope, mientras ellos se agarraban con las piernas a la albarda para evitar darse de bruces en el suelo.
Cada finca era el lugar de trabajo de una familia entera. Allí los veías a todos, grandes y pequeños, hembras y machos, cada uno tenía su función. Una foto desde arriba, en uno de esos días donde casi todos estaban de recolección tendría que ser impresionante. Paredes inmensas, líneas inacabadas de verdes trenzados cargados de rojos puntos y piedras a los lados. Hombre cargando tomates, mujeres cogiendo tomates, montones inmensos de tomates acorralados por hombres y mujeres sentados, despezonando y apartando tomates. Y al lado cientos de cajillas de madera alargadas divididas en dos huecos que se llenaban de tomates. Así era toda aquella zona. Donde se escapaban sonrisas y bromas entre hombres y mujeres de faena, protegidos del sol con sus característicos sombreros.
En la inmensidad de aquel campo, veo hombres y mujeres caminando entre matas de tomateros, con esfuerzo pero contentos por la abundancia que no les sacaría de pobres pero les daría unos buenos duros al final de la temporada. Los que no estaban en la finca, estaban en el empaquetado, apartando tomates y cargando y vaciando cajillas. Las chicas, a coro, separando los buenos de los malos y los chicos trajinando con cajas que vaciaban al lado de las chicas y seretos que viruta que amontonaban para llevarlos para el barco que los depositaría en Barcelona, para el consumo en sus mercados.
Me veo salir de mi casa del Camino de Los Lirios y adentrarme, a paso ligero, en la Costa de Tías. Añoro aquellos años de niño desbordado por un mundo rural que iba conociendo de la mano de mis padres, de mis hermanos, de mis vecinos. Era una comunidad entrañable. Con muchas carencias, sí, pero realmente entrañable. Y tan distinta. Pero, claro, yo era un niño y ya me asomo al abismo de la vejez irremediablemente.