Niños
- MANUEL GARCÍA DÉNIZ
Veo en la televisión una madre judía llorar por la muerte de su hija en el ataque terrorista de Hamas y me pongo a llorar también. Al rato, veo una mujer musulmana destrozada de dolor por la muerte de su hijo, por el bombardeo indiscriminado de Israel y se me escapan también las lágrimas. Me pasa con frecuencia. El mundo está lleno de atropellos contra los niños, contra los indefensos, un ejército civil no reglado cuyas principales armas son su inocencia y su sonrisa. Por ende, los informativos están llenos de noticias así. Depravados que usan a niños, incluso a bebés, para actos de abuso sexual. Milicias que llenan sus trincheras de niños que drogan y enseñan a matar antes que a leer. Y yo no paro de llorar. No hay mayor amargura que perder a un hijo, a una hija. Sufrí de cerca la experiencia de mis padres con tres de mis hermanos. Hacerse la idea de imágenes donde se abusa, droga o mata a un hijo de alguien en plena infancia es de las tareas más dolorosas. Y donde salta con más naturalidad la solidaridad con los damnificados y sus familiares.
Ante esa realidad, intento explicarme por qué la reacción de un pueblo objetivamente maltratado y vilipendiado como el palestino para reclamar sus derechos de tener tierra, estado y libertad es atacando a niños o jóvenes indefensos. No lo entiendo. Aunque siempre he rechazado la situación en la que Israel mantiene a los palestinos, en vergonzantes guetos, donde no solo les priva de libertad sino que tiene en sus manos la distribución del agua, de la energía y de la vida, no puedo sino sentir dolor por su infame ataque.
Pero entiendo menos que uno de los países más avanzados, con mejor tecnología y renta per cápita (para los israelíes, claro) del mundo, a la vez que llora a sus víctimas y criminaliza al “enemigo” por atacar indefensos, aprovecha toda su superioridad militar para causar daños innecesarios a una población inocente, llena de menores que solo han visto venir de su "vecino-dueño" bombas y abusos. ¿Con qué legitimidad se me muestra a una mujer israelí con la foto de su niña muerta llorando su pérdida al mismo tiempo que se oyen de fondo los silbidos de las bombas cayendo en Gaza, matando niños y niñas? En la concatenación de mis lágrimas, muerto aquí, muerto allí, se acaba mezclando el dolor con la rabia. No se puede matar a un niño nunca, pero menos mientras se sufre el desgarro de haber perdido el tuyo. Cómo no puedes tener empatía con esas madres, como la tengo yo contigo. Tan inocentes como tú, tan niña o niño como el tuyo. Solamente cabe en la venganza más cruel por la venganza más inútil. Valores que no pueden corresponder a un estado con el protagonismo internacional de Israel. Tampoco se explica que mientras los ciudadanos de medio mundo lloramos las muertes de niños y niñas de uno y otro bando, los tecnócratas y políticos que se han pegado media vida rellenando catálogos de leyes de protección a los menores apenas digan nada.
Matar a un niño, acallar el bullicio del recreo de un colegio, no se debe consentir en ninguna parte del mundo. El respeto a la vida tiene su máxima expresión en la infancia. Si alguna cruzada tuviera sentido, esa sería necesariamente la que se hiciera en contra de los infanticidios. Los niños no se matan. Ni aquí, ni allí. ¡Basta!