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Enfadados (I)

Mi padre fue durante sus cerca ochenta años de vida, por encima de cualquier otra consideración, una persona honesta. Fue marinero de niño y patrón y pequeño armador de adulto. Fue, hasta  que una grave enfermedad le obligó a retirarse, las tres cosas a la vez. Me habló muchas veces de la dureza del mar, de sus riesgos y sus soledades. Pero también recalcaba que aceptaba el peaje porque de aquellas aguas y de su pericia en ellas, sacó lo suficiente para asentar cimientos en tierra para su familia, incluidas fincas y parras para hacerse su propio vino de las uvas que yo pisaba con innegable alegría pueril. Mi padre no tenía ni idea de periodismo, pero me dio mi primera gran lección. Posiblemente la más importante para sobrellevar la carga de este trabajo.

Mi padre creía tanto en la libertad de sus hijos que era incapaz de inmiscuirse en nuestras cosas. Pero siempre nos miraba con detenimiento, como intentando saber qué nos pasaba en cada momento. Especialmente cuando la enfermedad varó todas sus ilusiones en nuestra casa de Tías. Aquel día, yo estaba francamente preocupado. Y él me lo notó. Me preguntó si me pasaba algo. Yo tenía unos veinte años. Y había escrito en la revista Lancelot un pequeño reportaje del pueblo de Las Breñas. Eran los años 80. Y el alcalde del lugar había llamado a Antonio Coll, director y fundador de la revista, para quejarse de que “un chico tuyo” hubiera estado por aquellas tierras de sus dominios políticos haciéndoles preguntas chinchosas a sus vecinos. Le echaba en cara que, encima, era un socialista, hermano de Carmelo. Aunque Antonio le negó que yo fuera hermano del consejero socialista del Cabildo, él siguió con su cabreo. Antonio me lo contó y yo se lo conté ese día a mi padre.

Le dije a mi padre que yo solo puse lo que la gente me dijo y que, además, casi nadie quería hablar porque daba la sensación de que tenían miedo a represalias. Mi padre sabía quién era el alcalde, aunque él de política tampoco supiera nada. Me miró y me soltó su sentencia: “¿Crees que a la gente le importa que sea verdad lo que digas de ellos? Si es malo, si es verdad, todavía peor. No esperes que te aplaudan, no esperes que te quieran. Esa profesión que tú quieres darte, te dará seguidores pero te hará enemigo de todos aquellos que tengan algo que esconder. Si dices algo bueno, objetivamente bueno, creerán que se lo merecen. No te lo agradecerán. Si dices algo malo, no tendrán en cuenta que sea verdad, te verán como alguien que se antepone en su camino. Eso es así. Pero todavía estás a tiempo para dedicarte a otro cosa. Hay muchos trabajos donde no se entra en conflicto público con nadie y la gente queda muy agradecida. Por ejemplo tu hermana será médico y otras son maestras, profesora…”.

Evidentemente, no busqué otra cosa. Llevo más de treinta años dedicándome a la profesión que me gusta. Ha sido una suerte poderlo hacer, pero no ha estado exento de peajes ni de aguas turbulentas. Ha habido muchos enfadados con que se les diga la verdad. Los hay políticos, los hay técnicos, los hay empresarios. Por haber, hay hasta delincuentes. Y voy a contarles algunas de esas historias. De los que se enfadaron porque creyeron que porque eran ellos no se podía decir la verdad. Pero eso ya será mañana. Hoy me quedo a gusto recordando al padre que me tocó en suerte.

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