Desde otros lares
- Alex Salebe Rodríguez
Me habían avisado de las altas temperaturas en el Caribe colombiano, pero antes de aterrizar en Barranquilla, en nuestra escala de tres horas en Bogotá, también percibí que en la capital no hacía el mismo frío helado de las cinco de la mañana de otras épocas, donde viví un par de años antes de emigrar a Canarias. El calentamiento de la tierra deja huella por todas partes.
Y si el ambiente húmedo del Caribe sofoca el cuerpo, incluso con lluvia pertinaz, el calor humano es una cascada refrescante de felicidad.
“Mi gente, ¡ustedes!, lo más grande de este mundo, siempre me hacen sentir un orgullo profundo…”, dice el salsero Héctor Lavoe en una de sus interpretaciones más recordadas que aún suena en Nueva York, San Juan, Barranquilla y otros rincones del mundo después de tres décadas de su muerte.
Tenía seis años sin visitar Colombia, así que unas horitas muy productivas, emotivas y gastronómicas desde buena mañana en Bogotá, reunidos mi mujer y yo con una pareja de anfitriones de primer nivel como mi primo hermano Cristhian y Yami, su mujer, sirvieron para echar las primeras carcajadas en el parking del aeropuerto El Dorado Luis Carlos Galán.
Lo hicimos nada menos que alrededor de una mesa improvisada, en este caso un todoterreno reconvertido en un cálido hogar para la ocasión, cargado de arepa rellena de huevo, carimañola, que es un buñuelo ovalado de masa de yuca relleno de queso, y zumo de corozo, fruto rojo, redondo, pequeño y con un rico punto de acidez que crecimos comiendo en Barranquilla, además de otros manjares del norte del país aclimatados en la altiplanicie a 2.600 metros sobre el nivel del mar. Desembarque y hartada en toda regla.
Nuestra primera semana, de las casi cuatro previstas en Colombia, transcurrió como empezó, con el tiempo dedicado mayoritariamente a la cháchara con la familia y algún que otro espacio para amigos.
Aunque las llamadas y videollamadas son un alivio para quienes vivimos a unos cuantos kilómetros lejos de la familia, no es ni por asomo la misma vaina un encuentro personal donde afloran emociones y todo tipo de manifestaciones de sentimientos en el cara a cara, sobre todo tras varios años sin acariciar estos lares.
Noté desde el principio, y mucho, la ausencia de mi viejo que se fue en 2020, en pandemia, aunque no murió por el covid, pero entre el amor de mi madre y el afecto de hermanos, sobrinos, tíos, amigos, el de toda mi familia en Barranquilla y la de mi mujer en la también ciudad caribeña de Sincelejo, que visitamos esta misma semana, nos han ofrecido una acogida entrañable y plagada de muy buenos momentos con la omnipresencia del vacile y ese punto de repentización tan característico, y yo diría que necesario, del hombre y mujer del Caribe.
De vacaciones la vida es más sabrosa. La música, la gastronomía, el folklore, el paisaje, la artesanía, las costumbres y la cultura en general nos hacen sentir estupendamente, pero estos ingredientes carecerían de sentido sin el cariño, complicidad y sazón de la familia, amigos y allegados. Mejor es barro, decimos en el Caribe.
Aquí hay experiencias creativas para contar, realidades sociales para reflexionar y comparar, avances que ilusionan y hechos impasibles que vimos en la niñez, en la juventud y ahora en la edad adulta, que tienen toda la pinta de perpetuarse. Ya esto será objeto de otras líneas. Apago el ordenador y sigo con mi recorrido, que el tiempo apremia.