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¡Vivan mis muertos!

A veces, vuelvo al pueblo de Tías, donde nací y me criaron, y recorro sus calles intentando encontrarme con mis orígenes. Sonrío al encontrar en algún camino brotes de camelleras o ratoneras, en algunas cunetas un tebete y hasta una grama  o un treintanudos y puedo ver, incluso, alguna amapola de las que abundaban entre los sembrados de arvejas y cebadas. Pero nada es igual. No me atrapa la nostalgia, sino la tristeza.

En ese interés mío de irme al pasado y recorrer carreteras que fueron caminos, calles que eran tierras plantadas de tomateros o granos, me aparecen los vecinos de aquellos momentos, de las personas mayores y no tan mayores que ya han desaparecido de la tierra. Entonces, tengo la impresión que queda nada o muy poco de aquel pueblo en el que fui feliz y aprendí tantas cosas que no olvido, a pesar de que no me sirven de nada en este Lanzarote turístico y mercantil, donde lo único que se valora es lo que tiene precio o sirve para pagar o hipotecar. Pero yo vivo ajeno a esas locuras del lanzaroteño nuevo, y vivo en la intimidad mis recuerdos.

Salgo de la casa de mis padres, donde ya no están mis padres y paso por delante de la casa de mis vecinos más cercanos. Y tampoco queda ninguno. Ya no están ni los viejos José Miguel Guadalupe y su esposa Enriqueta, que se sentaban delante de la pequeña puerta de su casa a pasar la tarde. Tampoco están sus hijos Rafael y Perico, que siguieron pegados al terruño de sus padres hasta que también ellos se fueron. Sigo caminando y me aparece Agustín  Fernández, con el arado al cuello, para dejármelo para plantar papas en los fisquitos de terreno que bordean mi casa, pero enseguida me doy cuenta que es un recuerdo, que también se fue sin maletas para no volver. Tampoco veo pasar por el camino que va a Peñas Blancas a Juan “El Sordo” con su burro cargado entre cuerdas improvisadas y su saludo de siempre cuando alguien se le acercaba: ”¿Qué me dice, cristiano?

Tampoco está ya Carmen y Juan Saavedra. Ella me ponía las inyecciones después de desinfectar la jeringuilla de plomo que tenía y ponerle una aguja. No sabría decirles las cientos de inyecciones que me puso para atajar una alergia al polvo (a los ácaros, dicen ahora) que no sé cuándo acabó de remitir. Después de Carmen dejarme el culo rojo, me acercaba a casa de Cándido Borges, que estaba en la misma orilla de la carretera principal, separada de esta por una era en la que trillábamos, previa autorización de él, la cebada, las arvejas, las lentejas, aventando con el cribo para separar la piedras de los granos. Allí tenía un amigo, Sergio, que se fue para Arrecife nada más fallecer su padre.

Sigo en dirección al centro del pueblo, y paso por delante de donde estaba la casa y tienda de Nieves la de Sicilia, donde quedaron viviendo sus dos hijos, Manuel y Guillermo, que tampoco están ya. Sigo caminando con la sospecha de que ya no queda nadie, con la convicción de lo importante que eran ellos en aquel paisanaje que yo recuerdo.

La casa de los Cruz, abandonada y derruida, era mi principal punto de miedo cuando volvía a casa a oscuras, porque no había alumbrado público ni tenía linterna para alumbrarme. El solo sonido del aire, hacía que volara más que corriera hacia Los Lirios. En más de una ocasión, me caí en la cuneta al no apreciarse los límites de la carretera, deslumbrado por los focos de uno de los pocos coches que aparecían por el lugar. Llegaba a mi casa lleno de arañazos, jadeando, sudado, y todo por apurar unas horas en la Sociedad en el baile de asalto de las fiestas de San Antonio.

Recuerdo a Cándida, en su casita enfrente del Ayuntamiento, donde daba de comer a los curas del pueblo, y a Maruca la de Zoila, y a Braulia, estás dos últimas vestidas de negro, con pañuelo incluido, en la trasera de lo que hoy es el Campo de Fútbol. Había muchas abuelas, señoras llenas de años y de vida que mantenían vivas las formas de vivir y hacer a lo largo de todo el siglo XX. Pero ellas tampoco están ya, ni está Paca Bermúdez, una mujer que vivía sola, que hacía los días de Reyes una piñata en la era de su casa para darles regalos a los hijos de los vecinos. También en su cumpleaños organizaba una luchada con los adolescentes y al campeón le daba una copa y todo. Una buena mujer que se entretenía criando en jaulas a cobayas marrones con rayas negras y se olvidaba de todo humedeciéndose los labios con la agradecida mistela.

Tampoco está Baldomero y su montesa, ni sus gracias. Intento escapar de allí cruzando la carretera que ahora es autovía y rodeando lo que antes eran tierras plantadas de cebadas, y ahora un instituto y una residencia de mayores y vuelvo al camino de Los Lirios. Veo abandonada la Casa de Miguel Valiente y Carmen Fajardo. Y recuerdo el ganado de cabras que tenía, todas con su nombre y sacadas de pastoreo todos los días. Me resuena el silbido atronador de Carmen, que era como una alarma para sus hijos a la hora de comer. Allá donde estuvieran, haciendo lo que fuera, cuando oían el silbido fuerte y claro de su madre, dejaban todo y acudían a la mesa a disfrutar de la comida preparada por la matriarca.

Tampoco está mi tía Paca, Ni sus hijos Vicente, Juan y Ricardo. Se han ido todos. No me da nostalgia, me da pena. Es la prueba más cercana que el tiempo nos lleva a todos. A todos. Y, sin darnos cuenta, desaparece la generación anterior a la nuestra mientras nosotros estamos intentando sustituirla. Entretenidos con nuestras hipotecas, nuestros hijos, nuestros trabajos, nuestros vicios, dejamos que se nos mueran los personajes que hicieron de nosotros lo que somos.

Echo en falta a mi pueblo, a Tías, cuando paso tiempo sin aparecer por allí. Pero cuando llegó a sus calles, lejos de atemperar mi ansiedad la cercanía a los espacios de mi infancia, lo echo más en falta todo. Y es mucho peor. Me preguntó dónde están mis padres, dónde están mis tíos y tías, donde están mis vecinos, dónde están Juan y su burro, y Cándida y Braulia y Maruca y todos. Me vuelvo cansado y triste  y me propongo ir otro día al cementerio del pueblo, en busca de mis seres perdidos. A leer sus lápidas, a recordar sus fechas de despedida y sus años de vida y el tiempo que hace que ya no están entre nosotros, aunque yo siga viendo a Ramón Álvarez corriendo detrás de Pello y de mí porque nos metimos a coger un tomate en su finca, o a Carmen con sus jeringuillas hirviendo al fuego para pincharme nada más me despistara.

Ya sé que no puedo volver al Tías que viví. Y cada vez que lo intento se acrecienta la herida que no sangra pero duele. Algún día, no sé cuánto tardaré, volveré con todos ellos al Tías que me vio nacer y crecer. Pero ya no podré contárselo a nadie. Solo permanecer con ellos en el infinito de mis recuerdos y en el de ellos.

  

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