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Hoy toca tafeña que se acabó el gofio

 

Mi madre hacía mil tareas todos los días. Y me quedo corto. Era madre de once hijos y no podía recordar sin llorar a los dos que perdió en sus inicios de madre.

"Aunque tengas mil hijos, nunca olvidas a ninguno. Los hijos se paren, hijo, no se encuentran en la calle como las novias, los amigos y hasta los enemigos. Se paren, hijo, y sufres un desgarro inigualable, muy doloroso cuando pierdes alguno. Son las cicatrices que peor se llevan pero hay que ponerse de pie porque están los otros once esperando una madre. Y te pones de pie, lo vuelves hacer por ellos, por ustedes, hijo". Criarnos, educarnos, alimentarnos, todo eso se subdivide en mil actividades y obligaciones cada una.

Pero hoy quiero recordar a mi madre en una de las actividades más curiosas de mi infancia. Consistía en preparar los granos que había que llevar a la molina para hacer gofio. Nosotros, mi hermano y yo, lo llevábamos a la molina de Mácher, yendo por el Camino de Peñas Blancas, por el que apenas circulaba alguna furgoneta. Le poníamos las alforjas a la burra, después de ponerle la albarda y en una saca metíamos el millo y en la otra la cebada tostados. El molinero los recogía y molía directamente y sacaba un saco de esa harina que tanto nos gustaba ponerle a la leche para desayunar y que llamábamos gofio.

Mi madre nos hacía ir a buscar dos cantos iguales y los poníamos uno de cara al otro, dejando un hueco entre ellos de unos quince centímetros. Ahí, en ese hueco, metíamos cepas de parra secas y les prendíamos fuego. Entonces, entre dos, mi hermano y yo, cogíamos el tiesto y lo colocábamos encima de los cantos, recibiendo toda la fuerza del fuego en su parte inferior. Cuando estaba caliente, metíamos un balde de Jable, arena de playa, y dejábamos que mi madre echara primero la cebada y después el millo que salían tostaditos. Cada tipo de grano por separado, primero el millo y después la cebada, o viceversa, daba igual. Pero separados porque al tener distinta textura tienen distintos tiempos de fuego. Cuando mi madre veía que ya estaban, cogíamos por sus asas el tiesto, que era como una paellera grande y negra, y echábamos la arena y el grano, todo junto, a un cribo, que balanceábamos de un lado a otro para que la arena volviera a caer en el tiesto y el millo o la cebada, que se quedaban arriba, los metíamos en el saco. Así hasta acabar con los 25 kilos de millo y otros tantos de cebada.

Cribo. El jable se salía por los agujeritos y solo quedaban los granos.

 

Mi madre se vestía como si fuera para la romería. Se ponía una especie de falda larga, las alpargatas, una camisa de manga larga, un pañuelo y el sombrero, solo el sombrero y las alpargatas rompían el tradicional luto de mi madre. Se pasó casi la vida entera de luto, o era por sus padres, o era por sus hijos, o era porque le daba temor volver al color y a la alegría con sus queridos ausentes. Así vestida, con una escoba sin pelos en las manos, como si fuera el muñón de un lisiado de guerra cubierto con una tela, movía la arena y el grano, distribuyendo el calor para que alcanzaran el tono justo. Era un trabajo sacrificado, especialmente en verano, cuando entre el calor del fuego y del sol te hacía sudar la gota gorda. Pero había que hacerlo, que la saca del gofio ya estaba vacía y queríamos comer caldo de pescado el próximo domingo y sin gofio revuelto y unas cebollitas no era lo mismo.

No sé por qué, pero este era uno de los tantos trabajos asignados a las mujeres en la casas. Cuando alguna vecina hacía la tafeña, a mí me gustaba ir con sus hijos a verla. Ayudaba poco, esa es la verdad, pero me encantaba comerme un puñado de millo floriado por la acción del fuego. No tiene nada que ver con las palomitas, el millo se abre pero no se transforma en esa cotufa blanca nieve. La cebada, en cambio, no me gustaba, no tenía gusto a nada, pero, mezclada con el millo, ayudaba a que el gofio fuera más suave y más apropiado para disolverlo en la leche de cabra que se bebía por la mañana.

Hace casi cincuenta años que no he vuelto a ver a nadie tostar el millo y la cebada en aquellos tiestos que acababan todos tiznados. Como tampoco veo cultivos de cebadas ni millos plantados en todas las fincas para usarlos en estos menesteres. Primero, se sustituyó por las bolsas de gofio de venta en las tiendas y más tarde, simplemente, dejó de ser uno de los alimentos básicos de la dieta de los canarios, aunque todavía hay algunas familias que desayunan leche con gofio.  En los años setenta, todavía había en la economía insular un alto componente de productos de subsistencia. Se cultivaban pero no se vendían, eran para el consumo propio y se plantaban de acuerdo a la demanda de cada casa. Quizás hoy, cuando se hable de kilómetro cero, se tendría que rememorar aquellos tiempos y ver qué bien solucionaban estos problemas nuestros antepasados. 

Me quedo con el olor a tafeña, con el calor que trasmitían los granos al cerrar la mano con un puñado de millo o de cebada.

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