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“Los reyes del bombo” y el ascensor social de los 80

¿Cómo son los ricos en Lanzarote? (II)

 

Lanzarote había vivido siempre del sector primario, con una pesca vinculada al banco canario sahariano, que acabó controlado por Marruecos, y una agricultura sustentada en unos productos limitados de exportación y en  otros para la propia subsistencia de la familia. La liquidez era escasa y la tierra estaba en manos, mayoritariamente, de las familias pudientes tradicionales que, a veces, ni tan siquiera residían en la isla, sino que esperaban desde Gran Canaria u otros lugares las rentas provenientes del trabajo de medianeros que se organizaban para explotar las fincas. Había una pequeña actividad comercial en Arrecife, vinculada al puerto y a la exportación de los productos agrícolas y una actividad industrial, fábricas de pescado, dependiente de las capturas de sardinas, fundamentalmente. El nivel de analfabetismo o nula formación seguía siendo muy alto en la isla y las sequías de años evitaban que los agricultores pudieran capitalizar las buenas cosechas.  Así estaban las poco más de 50.000 personas que vivían en Lanzarote a finales de los años 70 del siglo pasado. Pero algo se estaba moviendo entre bambalinas.

El inicio de todo

Aunque la mayoría de los residentes, que seguían a lo suyo, no se dieran cuenta, desde mediados de los años sesenta, Lanzarote se estaba preparando para engancharse al carro del turismo de masas, que ya llevaba unos años transformando el litoral español y los sures de las dos islas capitalinas canarias. Era el turismo, otro mundo completamente distinto. Adiós a las vestimentas de labranza, de las esperas de un año para ver un sueldo o un ingreso y de la dependencia familiar para afrontar retos con burros y camellos como aliados de trabajo. La construcción primero del Parador de Turismo, después del Hotel Los Fariones, El Gran Hotel de Arrecife, el Playa Grande, el San Antonio junto con la inversión pública del Cabildo para poner en funcionamiento los centros de visitas, llamados después CACT, de la mano de César Manrique y el empuje público privado para instalar las primeras potabilizadoras urbanas del mundo en Lanzarote eran señales muy evidentes de que la isla apuntaba para otro lado. Los años sesenta y setenta fueron más de conquista que de colonización turística. Pero en los años 80, todo cambió de verdad para acelerarse en los noventa y traernos al siglo XXI completamente integrados en el capitalismo reinante, donde el dinero era el que mandaba. ¡Y cómo mandaba! Es otro nuevo Lanzarote, donde el viejo modelo languidece a la sombra de los nuevos modos y maneras del crecimiento turístico.

América en la puerta de nuestras casas

Ya no había que emigrar, ni embarcarse ni aspirar a tener un trozo de tierra para subsistir. Además, ya era casi imposible de conseguirlo. Los años ochenta fueron la verdadera tormenta perfecta para romper con el pasado e instalarse en el futuro.  La pesca estaba en crisis por los problemas originados con la pérdida del Sáhara y muchos armadores empezaron también a desviar capital para el incipiente turismo. Ricos que querían seguir siendo ricos. La agricultura empezó a tener problemas con los mercados tradicionales ante nuevos países competidores. Los productores y exportadores de tomates, la cebolla y hasta la cochinilla sufren para colocar sus productos de exportación en la Península y Europa. Así que los propietarios empezaron a ver la opción de agarrarse a las ofertas de especuladores foráneos para colocar sus terrenos en sus campañas de apropiación del suelo, próximos y primeros planes parciales donde asentar las urbanizaciones turísticas.

La construcción, alternativa para los pobres

¿Y qué hacía mientras tanto la población mayoritaria, el pueblo, ante esos movimientos? Los más jóvenes encontraron su américa en Puerto del Carmen o en la Costa Teguise que se inventó Explosivos Río Tinto transformando millones de metros cuadrados al lado del mar en una inmensa urbanización turístico residencial que todavía hoy sigue sin acabarse. Los chicos abandonaban la escuela para ser freganchines en los incipientes bares y restaurantes y peones de la construcción. Esa era su salida. Lanzarote estaba por construirse, todo estaba por hacerse en una isla pobre, sin infraestructuras, sin servicios, donde la población estaba recogida en siete pueblos principales, donde más de la mitad se concentraba en Arrecife al albor de las fábricas que ahora iban cerrando  y expectante ante el derrumbe del mundo que conocían.

Las hordas de hombres subempleados en la agricultura en estructuras familiares o directamente desempleados ante el paro de actividad en la pesca se dirigían a los numerosos conatos de construcción que iban apareciendo y quedaban trabajando al día. No tenían formación alguna, apenas atesoraban en la construcción la experiencia adquirida los fines de semana de colaboración vecinal para ponerle el techo o enrasar la casa de uno y otro del pueblo, pero eran fuertes, sanos y querían salir para adelante con sus familias.  No había suficientes trabajadores para tanta fiesta constructiva y ya estaban llegando los turistas, que presionaban por nuevos servicios e instalaciones. En 1982, Lanzarote recibió 150.000 turistas anuales, casi triplicaba la población residente. Había que construir más y más. Entonces había que hacer que los que había trabajaran más, mientras se ideaba cómo captar trabajadores foráneos. Pero antes de llegar los andaluces, gallegos y extremeños, que encontraron su diáspora en Lanzarote, los más fuertes del lugar trabajaban de sol a sol, a veces de ajuste, cobrando por metros hechos y no por día, y ganando dinero como nunca antes lo habían hecho.

Emprendedores por necesidad

Los más listos y emprendedores, a los pocos años, ya empezaron a ofrecerse como cuadrillas, y no como trabajadores aislados, con presupuestos cerrados por obra. Nacían así las pequeñas obras de la construcción de la isla, que se multiplicaban como hongos ante la incesante demanda. En Lanzarote apenas había nada. Así que a medida que se iban capitalizando, iban comprando furgones primero, después camiones, tractores, y bombos y más bombos para atender más obras y aumentar los márgenes. Los más listos de los listos, vieron la necesidad de hacer bloqueras, para producir los millones de bloques que se consumían; pedreras, para extraer los áridos que se necesitaban, y hormigoneras. El sector parecía inagotable. A la demanda privada se unió la pública que se vio obligada a hacer carreteras, aceras, edificios públicos. Más demanda para las empresas de la construcción. De peones con mucha hambre, los emprendedores amasaron dinero a cuenta del ascensor social de los años ochenta y fueron diversificando su actividad, sin abandonar el sector. Además de construir para otros, de producirse sus propios bloques, buscarse sus propios áridos, y hacerse sus propios hormigones, empezaron a hacer promociones de construcciones propias, aumentando el margen de ganancias. Y, a medida que avanzaban los años y los ingresos, no solo construían las obras de otros o atendían obras propias para  venta directa al consumidor, sino que construían apartamentos y hoteles que gestionaban directamente. Ni en los mejores sueños, los padres de aquellos aventureros que encontraron América en la puerta de su casa, esperaban que sus hijos, que apenas fueron al colegio, acabaran viviendo en la abundancia.

No todos los que trabajaron en la construcción, obviamente, acabaron ricos. Esos recorridos tienen ciertas exigencias. Algunos no se embarcaron en esa vorágine y trabajaban lo justo para vivir. Otros aprovechaban esos buenos sueldos, fruto de la hiperexplotación a corto plazo, para coger nuevos vicios. Uno de los negocios que prosperó como nunca antes en la isla fue el de los burdeles y apareció también con fuerza la droga. Lo bueno y lo malo llegaba de la mano del turismo, era cuestión de estar al acecho y no dejarse llevar. Pero analizamos a los nuevos ricos, a los que vieron la oportunidad y la aprovecharon metiéndose de lleno en la construcción. Aprendiendo a la prisa y arriesgándose como nunca antes. Seguro que cualquier lanzaroteño, con más de treinta años, es capaz de encontrar ejemplos cercanos a él, con uno u otro perfil, que encontraron en la construcción en los años ochenta su oportunidad en la construcción y la aprovecharon o cayeron en la tentación de sus malos deseos.

 Un constructor de la época solía decir que para hacerse una idea del nivel retributivo de aquellos tiempos, solo basta con decir que muchos peones y albañiles iban a trabajar con camisas Lacoste, las del cocodrilo, tan bien valoradas en aquellos tiempos.

Para hacerse una idea de cómo creció Lanzarote en los años ochenta y principio de los noventa basta con decir que en 1995 recibió a más de un millón y medio de turistas al año. ¡Diez veces más que 1982! Una isla en la que mucha gente todavía seguía ordeñando sus cabritas para desayunar, esperaba que la gallina pusiera para hacer huevos fritos, o no tenía ni nevera ni lavadora, entre otras cosas porque gran parte de los pueblos no tenían luz eléctrica una década antes.

¡Jauja!      

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