"Cuánto más ricos, más miserables"
- MANUEL GARCÍA DÉNIZ
Suelo dedicar parte de mi tiempo a contactar con otras personas, a compartir momentos tranquilos con otros y otras en un ambiente de confianza. Al margen de los encuentros profesionales, comidas rutinarias y encuentros familiares y de amigos más o menos bien avenidos, apuesto por introducirme en otros escenarios sociales en los que pueda aprender a entender qué pasa y qué preocupa a mis semejantes en esta isla nuestra.
No es lo mismo desayunar con un grupo de septuagenarios, que disfrutan de la jubilación y de sus recuerdos a partes iguales, que tomarse un vino rodeado de residentes jóvenes procedentes de medio mundo. Tampoco es igual acomodarse en los aledaños de quienes han amasado dinero en esta isla como principal hobby que pasar el rato con quienes no han podido tener hobbys porque nunca han tenido el dinero suficiente para atender las necesidades propias y familiares.
Es sorprendente, y muy curioso, cómo personas que comparten el mismo terruño insular, que respiran el mismo aire y se mueven por las mismas carreteras tienen visiones tan distintas y distantes. Más sorprendente todavía es cuándo ves, por tus propios ojos, como se ningunea a la mayoría, diversa y creativa, para beneficiar a la minoría enriquecida, insolidaria e insensible. Intuyes, después de corretear por espacios diversos, cómo incluso el habla se fragmenta y discurre distinto entre personas que años atrás compartieron escuelas, patios de recreo, eras y calles jugando juntos y disfrutando de aquello que ya se fue.
En una de esas conversaciones, hablando de lo divino y lo humano, uno de los mayores con los que suelo coincidir suelta la frase: “Cuánto más ricos, más miserables”. Lo dijo antes de restregarse los labios con la parte externa de su mano. Cómo si temiera que le quedara sucia la boca mentando a semejantes individuos. No pude aguantarme la carcajada ante la expresión de asco que dibujó en su cara y tampoco contuve mi efusiva muestra de total coincidencia con él. No sé si en todos lados los ricos son igual de miserables que en Lanzarote, pero aquí, los que han hecho fortuna frangollando con lo de todos lo son y con ganas. Nunca había visto a nadie tan interesados en lo público, pero solo para aprovecharse personalmente de ello. Lo del legado común, ni lo entienden ni ponen el mínimo interés.
Los que han hecho fortuna a lo largo de estos años asfaltando y vendiendo piche al precio del oro están como locos porque la isla se llene de carreteras. Les importa un bledo si se comen zonas protegidas o si afectan o no a la calidad de vida de los ciudadanos. Ellos se mueven al grito de más carbón, perdón, más piche. Los otros no miran sino que haya más camas, más hoteles, más supermercados, más restaurantes, más coches, más construcciones. Solo miran su negocio, como si no transitaran también por los mismos espacios comunes. Aunque, en realidad, la mayoría de ellos presumen de que en ningún sitio en Lanzarote se está mejor que en sus caserones.
Una de las grandes deficiencias que tiene Lanzarote es, precisamente, la falta de una burguesía que no solamente acepte de buen grado ser los privilegiados del lugar sino que también se involucren, de acuerdo a sus posibilidades, con los problemas de la comunidad. Que participen socialmente no solamente para robar derechos, buscar licencias imposibles o la connivencia de la administración ante sus cuestionables negocios. Es verdad que los pobres son de donde nacen y los ricos de donde quieran ser, porque cuando eres rico ya no quieres ser otra cosa, pero ya que se les da todo, podrían devolver algo. Y no es que se gasten “su dinero” particular en lo nuestro común. Bastaría con que actuaran con más honestidad a la hora de relacionarse con lo de todos y con un poquito de compromiso social para empujar en la buena dirección.
Me da mucha risa cuando estos ricos presumen de su responsabilidad social. De sus inversiones en este sentido. Que no despojan de sus intenciones de marketing y que buscan rentabilizar con sus complicidades políticas. Es sorprendente que hombres y mujeres que se han hecho ricos y ricas gracias a que se les ha preservado el mercado insular, “de aquella manera”, de la competencia exterior vivan ajenos a la realidad del pueblo, preocupados exclusivamente en amasar más dinero, llenando la isla, cada vez más, de trabajadores que apenas pueden sobrevivir y apostando por aumentar los desequilibrios sociales donde crecen los pobres a la vez que aumentan sus fortunas.
Un agricultor viejo y socarrón me decía hace unos días que de los ricos de Lanzarote te puedes creer cualquier cosa, siempre y cuando sea mala. Y me ponía el ejemplo de La Geria. “Yo llevo toda la vida trabajando las dos fanegas de parras que tengo. Hubiera calor o frío, yo iba a estercolar, a azufrar, a sulfatar. Años había que no cogía ni para hacer aguapata. Pero yo y muchos íbamos y manteníamos las parras, los socos, los hoyos. Ahora, que ya no puedo, voy a que me ayuden y me dan largas. Todas las subvenciones y ayudas se las llevan esos ricos que vienen a La Geria y no respetan socos ni los hoyos, hacen hileras, se llevan la arena. Pero si en lugar de venir a salvar algo que es de todos vienen con el propósito de seguir haciendo dinero, aunque sea destrozando La Geria”.
En fin, cuánto más ricos, más miserables. Y no cambiaran mientras quienes tienen que meterles en cintura se dejen convencer por unas propinas para las campañas y gastos personales. Deberían contribuir por su propio interés, pero son todavía tan básicos que el único interés que tienen es aumentar su riqueza.
¿Pero ellos no son de Lanzarote también? ¡Qué va, ellos son ricos! Que, por otra parte, es lo que quieren ser todos los políticos que les siguen el juego.
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