Hace tres días, el pasado viernes, 12 de marzo, falleció en Santander un hombre de allá que desarrolló su vida profesional aquí. Un funcionario recto y cabal, que disfrutó de la isla con su pasión de biólogo comprometido. También aquí descubrió el cainismo más cruel y lo sufrió con penosa amargura. Les escribo de Luis Pascual González, un hombre que conocí en 1988 de forma abrupta. Obligado por mis circunstancias profesionales y las suyas me acerqué a su casa, en los alrededores de La Concha, para preguntarle por un incidente que había ocurrido en Lanzarote. Solamente me hizo falta decirle que estaba allí para que me diera información sobre el incidente del forense de la época, que fue sorprendido cazando pardelas a tiro limpio en el litoral de Alegranza, para que me cerrara la puerta en la cara. Volvió abrir la puerta para reprocharme cómo me atrevía a molestarle un fin de semana en su casa por una falta administrativa, pidiéndole una información que sus obligaciones como funcionario le impedían dar. No me gustó nada su respuesta, ni su trato, pero la información estaba salvada. Al día siguiente, al leer la noticia, me llamó él. Entonces, le dije en parecido tono que quién era él, un funcionario, para llamarme a mí y reprocharme nada. Que si tenía alguna queja, que presentara la denuncia correspondiente en la estancia que considerara más oportuna. Y colgó.