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Un San Bartolomé a tiro de zancada

 

Para mí, caminar es mucho más que ejercitarme, que desplazarme por mis propios medios naturales, erguido, como cualquier otro homo sapiens.  Es mucho más también que sostenerme en pie y en movimiento entre la puerta de mi casa y la puerta de mi coche. O entre esta y la entrada de cualquier local comercial o lugar. Que va, para mí, caminar es un enorme placer. Es la conjunción perfecta, a la velocidad adecuada, entre mi cuerpo y mi mente, entre mi mente y mi entorno. Disfruto como un chinijo desplazándome a pie, durante horas,  y me da igual que sea por el campo o por la ciudad, por las montañas que por las llanuras, siempre y cuando no ponga en riesgo mi propia existencia. Si me tengo que agarrar en el campo o la montaña para avanzar ya no me gusta menos. Si en la zona urbana, tengo que cruzar carreteras atestadas de coches sin paso de peatones o cruces regulados ya no me gusta nada, ya me disgusta. El caminar exige tranquilidad, seguridad, para dejar que la mente y el cuerpo se encuentren y avancen juntos en el disfrute del entorno. Y hay lugares maravillosos que se convierten en placenteros cuando los recorres sin más pretensión que la observación inocente, contemplativa.

Cuando camino, si voy solo, me dejo llevar. No hay ruta marcada, o por lo menos no hay más ruta que la improvisación y la intuición, verdaderas guías y brújulas emocionales, de las que no se puede disfrutar cuando el paseo es en compañía. A la gente le gusta saber adónde va, cuándo vuelve y la dificultad del recorrido. Lógico. Pero innecesario todo cuando vas solo, porque conoces tus aspiraciones, respetas tus emociones y te dejas llevar porque sabes que el placer se presenta casi al mismo tiempo que las primeras gotas de sudor. Y se instala ahí, ya, hasta más allá del final del camino.

Paseo matutino

Ayer, sábado, me levanté temprano, como siempre. Pero esperé a que amaneciera para abandonar el ordenador y ponerme el chándal. La idea inicial era un paseo de unos doce kilómetros por la avenida marítima de Playa y Puerto del Carmen. Una caminata sin sobresaltos, llana, cerca del mar, humanizada, con el ruido de los aviones de fondo y los turistas de lado. Pero la maratón pedía exclusividad del espacio y cuando apenas llevaba casi dos kilómetros y medio, a la altura del puente de madera que está enfrente del aparcamiento del IES de Playa Honda, me invitaron a abandonar la zona. Lo hice con una sonrisa pero medio molesto por dentro. Pero rearmé la caminata y me dispuse a hacer el nuevo sendero, recién inaugurado, que te permite ir al aeropuerto caminando o en bicicleta. En bici ya lo hecho unas cuantas veces. Pero nunca, hasta ayer, me había dado por hacerlo a pie, aunque llevo tiempo con ganas de hacer un viaje de un día, para ir y volver a mi casa a pie, sin maletas. Sería como acercarme a casa poco a poco. Dando tiempo a quitarme de encima los recuerdos del viaje, asumir la distancia consumida, antes de volverme a la rutina.

Parque urbano en el aeropuerto

Llegué al aeropuerto en menos de media hora. Pasé por delante de la puerta de la T2 y después de la T1 y se acabó el sendero. Pero yo no iba a viajar, ni me apetecía volver sobre lo andado ya tan pronto. Entonces caí en la cuenta de que nunca había paseado por la parte urbana del aeropuerto, entre la espesa vegetación de los jardines y sus carreteras impolutas. He ido “miles y pico” de veces al Aeropuerto que hoy llaman Cesar Manrique Lanzarote y que hasta hace unos meses se enfundaba el nombre del topónimo del lugar: Guacimeta ( ¿o Guasimeta?) a llevar gente, a traer gente, en taxi, en guagua, en bicicleta.

Pero nunca había llegado al aeropuerto caminando. Ni había paseado por la zona de Lanzarote con las mejores aceras y mejor mantenidas. Y me puse pies a la obra. Faltan algunos pasos de peatones, pero, por lo demás, se va perfectamente protegido. Y caí en la cuenta, por primera vez también, que quizás sea el espacio verde público, de los mejores jardines que tiene la isla. Y ya que tenemos un aeropuerto entre dos zonas urbanas, entre las mayores de la isla, Puerto del Carmen y Playa Honda, ¿no sería conveniente transformar ese espacio en un parque urbano? Tendría su sentido colocarle mobiliario urbano, unos banquitos donde descansar, unas papeleras y el alumbrado adecuado y humanizarlo para el uso y no solo para verlo a 40 ó 50 kilómetros por hora, cuando vamos y venimos del aeropuerto, apurados porque no llegamos o ansiosos por volver a casa. Ya sé que eso es cosa de AENA, pero habrá que darle ideas.

Salida del aeropuerto, operación peligrosa    

Apenas una hora después de iniciar la caminata, metido en medio de  árboles y cactus entre un aeropuerto con dos terminales, una valla infinita, y una autovía ruidosa, me planteé ya salir del lugar. Pero no quise volverme sobre lo andado. Y me pregunté si habría salida a pie del recinto, más allá del recién inaugurado carril de peatones que ya había recorrido al venir.

Me imaginaba que en una isla que plantea la crisis climática como una realidad insoslayable se favorecía el ahorro en emisiones de CO2 de cualquier manera. Más si estamos en un municipio gobernado por el PSOE desde 2003, “verdaderos defensores” de las ciudades humanizadas con gusto, con respeto por el medio y la ecología y apostando por una movilidad saludable y no contaminante. Pues no, no hay salida cómoda, ni segura que nos permita cruzar la autovía por un carril separado y seguro para los peatones. No lo hay, pero seguro que lo habrá en estos próximos cuatro años.

Lo digo yo, me arriesgo a decirlo, porque así soy cuando escribo y camino: atrevido, pero confiado en la buena gente. San Bartolomé tiene ahora un alcalde joven, que se dice socialista, y que parece que quiere hacer cosas, ilusionado con su reciente aterrizaje en la Alcaldía que añoró siempre, que estuvo meses acariciando sin que le permitieran quedarse con ella, pero ya está ahí con un apoyo bestial, con una mayoría absoluta que nadie había conquistado desde 1987, desde 32 años atrás, cuando el ya fallecido ex alcalde de AP (siglas desaparecidas también del escenario político), Antonio Cabrera Barrera, conquistara su segunda y última mayoría en este municipio.

Al final, crucé la autovía. Entre coches mal aparcados, de trabajadores y viajeros insolidarios e irrespetuosos, que invaden el diminuto arcén hasta obligar al peatón a encaramarse en los márgenes, con el riesgo de caerse sobre ellos, pasé por debajo del puente aprovechando la carretera de doble sentido, que trae a los coches de Arrecife y saca a los que van al sur y más asustado que Heidi en la casa de la Señorita Rottenmeier acabé en el polígono industrial de Playa Honda. Aquí ya podría ir hacia la rotonda de acceso a Playa Honda y tirar para casa. Pero me seguía pareciendo pronto, y el susto me había quitado parte de la emoción, así que recordé algo que quería hacer desde hacía unas semanas. Tenía  prevista una visita a una pequeña choza de la Vega de Machín, casi ya en la rotonda de Montaña Blanca, entre otros cuartos de aperos, en un entorno agrícola, todavía convenientemente trabajado y lleno de una diversidad cromática y de cultivos agrícolas excepcionales en Lanzarote. Para mí, tiene, además, un componente emocional y familiar que me lleva a caminar hacia el lugar a velocidad de crucero. Algo así como a 6,5 kms/h.

Recuperar las zonas de las pedreras agotadas

Cruzar la autovía, dejando por detrás Playa Honda y el aeropuerto y poco a poco alejarte de la zona industrial es adentrarte en un mudo de colores, sabores y olores muy típicos del Lanzarote de siempre. San Bartolomé es un municipio francamente pequeño, abarcable, donde se pueden hacer miles de cosas y que aparenten como millones de cosas por su posición estratégica en la isla, por su densidad de población, por la distribución de sus pequeños pueblos, por el impacto de su ciudad principal, Playa Honda. Y cuando subes entusiasmado por el margen de la cuesta de El Polvorín, que exige un poco de esfuerzo, entre las industrias de Horinsa y Lanzagrava, puedes maravillarte mirando a veces para detrás, buscando el inmenso mar o las salidas y entradas de aviones, o puedes también cabrearte un poco al ver lo poco que se hace por restituir los espacios que esas empresas han machacado hasta el infinito para hacer fortuna personal y ni siquiera reponen las zonas ya agotadas. Están en la misma puerta de entrada de la isla, a merced de la vista de turistas en llegadas y salidas del que le describen como un espacio sensible con su territorio. No estaría de más recordar e intentar llevar a cabo la restitución de estos espacios con aquel proyecto que tenía Antonio Cabrera de convertir estas zonas en espacios de recreo. Él lo prometió en busca de un voto ya imposible en lo que quiso que fuera su tercer mandado de gobierno y se convirtió en su muerte política, con el traje del PIL recién estrenado.

Güime de ayer y de hoy

Llego a Güime por la calle Guacimeta. Ya no es aquel pueblo de agricultores que buscaban, como en Tías, su sustento plantando tomateras y se echaban los tragos en junio, en las celebraciones de las fiestas de San Antonio, también como en Tías.

Ya tampoco está lleno de grandes luchadores, ni Bermúdez será el apellido más presente en los DNI de sus habitantes. Aunque para mí siempre será el pueblo del que salió mi amigo Antonio Bermúdez, gran luchador, excelente persona al que la leucemia arrebató su fuerza de Sansón y su vida de buena persona. Hoy, Güime, es un semillero bien regado de casas grandes y lujosas que dejan escondidas las tradicionales de los vecinos de siempre. Pero yo las veo. Sí, las veo y me emociono. Sus jardines son nuestros jardines de siempre. Sus plantas son las que veía en mi casa cuando yo era pequeño, con la suerte de que ahora sí tienen agua para regar y en aquellos tiempos de los años Sesenta y Setenta del siglo pasado apenas las escasas lluvias regaban aquellos pericos, y plantas carnosas que sobrevivían como el resto de los lanzaroteños, esperando que lloviera.

 

Montaña Blanca, mi montaña

Salgo de Güime, cojo el arcén izquierdo de la carretera que lleva a Montaña Blanca y tiro hacia Vega Machín. Observo Montaña Blanca y Montaña Guaticea. En medio, lucen las primeras casas del pueblo de Montaña Blanca, detrás de la rotonda que une esta vía con la que va de Tías a San Bartolomé. Pienso en lo bonita y majestuosa que es Montaña Blanca vista desde Tías, donde aprecias como el municipio vecino, que es realmente el mío de nacimiento, va ganando altura desde que sales del mar hasta llegar a los  595,91 metros que coronan su cima. Cuando era pequeño, aspiraba a subirla. Era un gran reto. Después de moverme con soltura por las montañas Bermeja y Tesa, pequeñas al lado de ella, me fascinaba la idea. Y lo hice, con unos amigos y la afrontamos de frente, corriendo el riesgo de caernos, cansados y temiendo bajarla de nuevo. Llegamos arriba, el fuerte viento, las vistas, la emoción de haberlo hecho eran un profundo y emocionado regocijo. Pero, al rato, descubrí, la otra cara, la oculta de mi luna particular, Montaña Blanca. En la parte de atrás, bordeando la caldera, había un sendero que te llevaba arriba sin los apuros que nosotros, inexpertos alpinistas de tres al cuarto, pasamos. Bajamos por allí y vi la parte fea de la montaña que marcó mi infancia. Por esta zona, era una montaña domesticada, humanizada hasta el extremo de no solo cultivar en sus faldas sino las de violar su integridad para sacar piedras y ripios varios. Volví a mi casa con ese sabor agridulce: había estado en el pico de Montaña Blanca pero también había conocido su secreto triste.

Desde la carretera, ya en Vega Machín, miro a Montaña Blanca antes de dar la vuelta para volver, pero no veo esta cara sino me imagino  la que he visto siempre. Y recuerdo cómo los vecinos de Tías, hace dos décadas, nos revelamos contra la posibilidad de que profanaran nuestra montaña para poner un radar en su cima, y me giro orgulloso. Y miro a la Vega Machín, sus cuartos de apero agachados detrás de paredes de piedra volcánica que ocultan parte de lo que sus dueños no quieren que se vea y acogen también cenizas de tiempos pretéritos que no queremos olvidar.

Olor a gallina

Me vuelvo a Playa Honda. Enfilo la carretera de Montaña Blanca hacia Güime. Y veo cosas que he visto muchas veces al pasar en coche. Pero ahora huelo, incluso, las que nunca consigues ver cuando te desplazas motorizado o, simplemente, sobre ruedas. Camino y huelo a gallinas. O a excremento de gallinas, ya saben esa mezcla de sólido y líquído (las aves no diferencian entre aguas menores y las otras) que sueltan las gallinas mientras canturrean el “cacacacaca” del tren de vida gallinácea. Y, al poco,  apenas unos metros antes de llegar a la señal “Güime”, que está a la entrada del pueblo, en un arenado que está a la izquierda de la vía, metidas en unos corrales de verjas  y hojalata aparecen los animales con su característico movimiento. Es también parte de la esencia del caminar. Se percibe todo.

De Güime a la Zona Industrial, tiré por la calle Calera, que menciona los viejos hornos de cal que había en tiempos ya pasados, que está llena de esas casas grandes del nuevo Güime, donde hay residentes de toda procedencia y nacionalidad. Y se acabó el asfalto e hice los últimos metros por caminos polvorientos que me llevaron hasta las aceras del polígono. Desde aquí, hasta Playa Honda, pasando por la trasera de Cabrera Medina, por delante de Mercadona, y cruzar delante de la gasolinera de los Spínola hacia Roper para usar el paso de peatones que te salva de la rotonda, y cruzar la autovía por debajo del puente. Y ya estás, de nuevo, en Playa Honda, ciudad del municipio, donde se concentran más de 12.000 personas de las más de 18.000 que tiene el municipio.

Un San Bartolomé a tiro de zancada

Fueron apenas 18 kilómetros de paseo, en unas dos horas y media de pateo, sin salir del municipio. Una experiencia gratificante que está al alcance de cualquier vecino y que se podría mejorar y ampliar por todo el municipio. San Bartolomé es el segundo municipio más pequeño de Lanzarote, tiene apenas 40,9 kms2 de superficie, con un litoral de 2,55 kilómetros. Pero tiene una diversidad paisajística y social enorme. Y está al alcance de cualquier vecino. Sorprende que en los tiempos actuales, donde el caminar se está convirtiendo en una actividad casi obligada, necesaria en cualquier vida con hábitos saludables, respetuoso con el medio y el cambio climático, la única opción que se le dé a las personas para su práctica sea ese ínfimo tramo de 2,55 kilómetros de litoral municipal. Lo lógico sería disponer de senderos o carriles peatonales, llámale como quieras, que unieran la zona más poblada con el entramado de senderos rurales de la más forma más segura. Que la gente saliera a caminar, a pasear, a conocer, con la mochila puesta desde su casa. Los caminos, como dicen los clásicos, tienen de punto de inicio la puerta de la casa de cada uno. Si el fin es caminar y no usar el coche, ¿para qué ir donde empiezan los senderos en coche? Hay cosas tan sencillas de hacer, a veces, incluso, más sencillas que estar todo el día con el blablablá que no nos lleva a ningún lado. Que un vecino/a de Playa Honda pueda salir de su casa y después de estar unas horas caminando, las que él o ella quiera, pueda volver a su casa con el disfrute físico de la misma, con la experiencia de conocer mejor su municipio y viendo pueblitos y espacios tan diversos como el jable o la zona de viñedos,  pasando entre montañas y volver a la orilla del mar no tiene precio. Y encima es gratis.

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