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¿Usted ha visto cómo están construyendo en las zonas de cultivo?

 

Hacía algo así como 20 años que no le veía. Y, ahora, en los últimos diez días, hemos coincidido otras tantas veces. Me voy a la cafetería a desayunar y allí está él, voy al Lidl y, antes de meter las garrafas de agua en el carrito de la compra, ya está allí. Que no voy al lidl, por si acaso me coge de nuevo, pues me lo encuentro en la entrada del Mercadona. Y así, hasta diez veces. Todos los días, los últimos diez días. Es tanta la psicosis que me ha entrado, que ya voy al baño de mi casa y toco antes de entrar, por si acaso estuviera Juanito dentro. Y cuando entro, cierro con llave por el mismo temor.

A Juanito le conozco desde pequeño, aunque él es mayor que yo. Cuando yo tenía quince años, él me doblaba la edad. Fue aquella la época en la que vendió el burro negro con pintas blancas que heredó de su padre y se compró una Toyota. Todavía recuerdo cuándo me encontraba andando por el camino de Las Quinzuelas, de regreso de la finca a mi casa, y me pitaba para llevarme en su coche nuevo, el único que había tenido, pero era nada más y nada menos que una Toyota Land Cruiser grande. A él le gustaba llamarla el burro japonés. Conducía suavemente, pero a una velocidad indebidamente lenta. Creo que fue el único coche que adelantó el cartero en tantísimos años de servicio. El cartero del pueblo también era un enamorado de la no velocidad, así que las cartas urgentes, aunque fueran certificadas, casi llegaban al mismo tiempo que las ordinarias.

En ese recorrido en la Toyota hasta la puerta de mi casa en Los Lirios, Juanito me explicaba lo económico que le había salido su querido burro japonés. Me contaba el chollo que era ser agricultor profesional, como era él, para comprarse un coche de estas características. Según me dijo, se le quedó casi en la mitad de precio por presentar un certificado de sus fincas y de su alta en la seguridad social y declarar que la Toyota se dedicaría, como él, a la agricultura. Y ahí no mintió. Realmente, Juanito no solía mentir, ni tenía necesidad.

La vida de Juanito consistía en levantarse a las cinco de la mañana, tomarse una ralita de gofio o una yema con azúcar y meterse en sus fincas hasta el peso del mediodía. Subía para su casa, se lavaba a mano, que se gastaba menos agua, y se iba al bar a echarse un vino y una partida a la bola. Cómo vivía solo, nadie le echaba en cara nada si llegaba tarde o con alguna copa de vino de más. Se iba derechito a la cama, dormía la siesta y, a eso de las cuatro, daba otra vuelta a la finca hasta las seis de la tarde. Para esas idas y venidas le vino muy bien la Toyota. Volvía a casa, les echaba un balde de pan en remojo a los podencos de caza que tenía, una yemita a los dos hurones y se iba a la sociedad, al centro de pueblo, a rematar el día, ya al oscurecer, conversando con unos y porfiando con otros sobre cacerías o semillas. Todos los días eran parecidos en la rutina de Juanito. Al margen de los cambios que podrían darse por el tiempo o por las estaciones, ambas circunstancias fuera de su control.

Juanito forma parte de los recuerdos más rurales que tengo de mi pueblo. En los alrededores de Tías, ya fuera en Peñas Blancas, Las Viñas, Las Tabaibas o en la Peña del Gato, me enseñó a buscar nidos, a identificar los pájaros por el color de sus huevos, por el lugar dónde hacía los nidos  o por los sonidos que emitían. Me ruborizo todavía cuando pienso en la emoción que me daba acercarme al nido, con sigilo, arrastrándome en el suelo y estar frente a frente con la pájara picuda clueca, que había hecho su nido al lado del tronco de un tomatero cargado de tomates al inicio de la primavera. Y, cuando intentaba atraparla, salía revoleteando y me dejaba ante sus tres huevitos azulados en un nido que parecía tejido en la mejor orfebrería del mundo.

También me solía llevar los jueves por la tarde y los domingos por la mañana a cazar. Tenía una perra, con cara de podenca pero cuerpo de perro sato, que era un primor cazando. Parece que la estoy viendo avanzar entre las aulagas, oliendo un rastro fresco y moviendo su rabo de menos a más, hasta que parecía un molinillo de viento un día de huracanes y veíamos salir corriendo al conejo, asustado, delante de ella. Los hurones me gustaban menos. Y mucho menos todavía que Juanito se empeñara en que los sacara del corcho, su casa transportable, el trasportín dicen algunos ahora, y los metiera en las paredes. Todavía tengo cicatrices en mis manos, de aquellos escarceos con esos animalitos de esqueleto flexible.

No creo que haga falta decirles la ilusión que me dio ver a Juanito la primera vez después de veinte años sin verlo. Le di hasta un abrazo, cuando oí detrás de mí a alguien que decía a gritos: “Manolín, ¿ya no saludas a los amigos? El puerto te ha echado a perder, amigo”. Al principio dudé si era él, ya con más de 70 años. Pero ese sombrero tradicional negro y la camisa negra, ya lo llevan pocos lanzaroteños, aunque se sigan dedicando a la agricultura como él. Pero sobre todo son inconfundibles su sonrisa y sus ojos saltones. Nos dimos un abrazo y nos invitamos a tomarnos un café. Y ahí apareció el Juanito de mis pesadillas de estos diez días.

Me miró como el que cree estar viendo su última esperanza y me suelta la pregunta que se ha convertido ya en su única forma de saludarme: “¿Usted ha visto cómo están construyendo en las zonas de cultivo?”. Y comienza a contarme cómo se están cargando las zonas tradicionales de cultivo y teóricamente protegidas con la calificación de suelos rústicos de interés agrícola. Aquel hombre, viejo ya y más envejecido por el sol y los descuidos que por el paso del tiempo, habla con ira de quiénes han convertido sus tierras en eriales inmundos, puedo dar fe y culpa por la parte que me toca, pero, sobre todo, de los que él llama domingueros. De aquellas personas que ni plantan ni hacen nada en el campo, pero que construyen casas con la promesa de que van a ser cuartos de aperos y ponen cerramientos urbanos donde solo debería haber terrenos abiertos.

“Estos, Manolín, no es que les pongan puertas al campo; les ponen puertas, ventanas y bloques por todos lados. Y nadie hace nada, nadie. Los mismos políticos que deberían mandarles a parar, se suman a los asaderos que hacen en esas ilegalidades como si todos estuvieran ciegos o no conocieran la ley. Pero es que nadie, nadie hace nada. Y, claro, el lindero ve lo que hace el otro y no pasa nada y se embarca él también en la ilegalidad. Y así uno tras otro, todos. Ya apenas quedan mis fincas y las de algún que otro vecino de cuando tú eras pequeño. Y, además, hasta los ricachones han visto el negocio y están comprando fincas agrícolas, ponen muros de más de dos metros de altura de perímetro y dentro hace hasta “chaleses”. Pero adónde vamos a llegar. Se están cargando un recurso fundamental, las mejores tierras para plantar bloques, estamos locos, Manolín”.

 Ver a un hombre como Juanito, fuerte, de espalda ancha y manos duras como piedras, a punto de llorar solo es una muestra del apego que tiene a su tierra. A esos suelos que ha recorrido desde pequeño cargando tomates, cebollas, o plantando chicharos, arvejas, millo y tantos otros productos. “ Y usted no puede hacer nada, Manolín, a usted también tiene que dolerle eso, coño”. Me quedo mirándole sin saber qué decir. Estuve a punto de llamarle Juanito, pero, a su edad y ante su carga emocional, preferí optar por llamarle amigo.

¿Y qué quieres que haga, amigo? ¿Qué puedo hacer yo que no puedas hacer tú?

“Pero usted escribe, Manolín”. Me dice y me retumba igual de mal que la primera vez esa combinación que hace con el diminutivo de mi nombre, como corresponde a alguien que me conoció desde pequeño, con el “usted” reservado para los mayores. Con el que, a la vez, quiere manifestarse respetuoso sin perder el vínculo que nos une.

“Y a quién le escribo, Juanito, si ya tú me dices que en los asaderos se reúnen infractores y autoridades a darse un festín. ¡Qué quieres, que vayan todos y a la de una en contra mía! Que me destierren, nunca mejor dicho. Tú no has ido a la guardia civil, ni al Seprona, ni al juzgado. Porque si fuera así, yo sí podría publicar esas denuncias tuyas para que se supiera y si, además, denuncias a los que van a los asaderos, yo podría servirte de altavoz. Pero me estás pidiendo que yo me meta en ese lío tan propio del Lanzarote profundo a pecho descubierto. Se nota mucho que quieres la tierra que compartimos, pero también intuyo que no me quieres nada, amigo”.

“Yo soy agricultor, planto, limpio las tierras, vendo el producto. Lo hago solo, todos los días. A veces trabajo para nada y cualquier día me pasa algo y me muero tirado en esas tierras, solo como un perro. Pero es que yo soy agricultor. Y tú escribes, Manolín. O tendrías que escribir, y hay que escribir cuando hay que escribir y de lo que hay que escribir. Como cuando eras un chiquillo, y si se levantaba viento, había que ir a calzar los tomateros. Ese día ni había clase, ni había entreno, ni había risas con los amigos. O calzabas los tomateros, o le ponías las piedritas encima de las hojas, o te quedabas sin tomateros, sin tomates y, desde luego, sin perras para el cine. ¿Usted me está entendiendo? ¿Eh, Manolín?”

Y así, día tras día, todos los días. Diez días. No sé de dónde sacó este hombre que yo soy la persona que le puede salvar su sueño. Me gustaría saberlo, aunque solo fuera para conocer a alguien más tonto que yo. Juanito tiene razón, la tierra fértil se la están comiendo con bloques con la connivencia más sangrente y vergonzante de las autoridades locales. Solo hace falta abandonar las zonas urbanas de Lanzarote, para darse cuenta lo pronto que empiezan a aparecer casas y más casas, unas mejor disimuladas que otras, por todas las zonas agrícolas. Haga la prueba, y acuérdese de Juanito.

Comentarios  

#4 Tato 29-08-2022 23:06
Algunas tienen cámaras de seguridad orientadas al camino.
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#3 Jose M Sicilia 27-08-2022 19:40
Me ha gustado el artículo.
Enhorabuena Manuel!!
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#2 Antonio 27-08-2022 19:40
Más de lo mismo Deniz!!! Lo poco de agricultura q hay y los agricultores pocos q se dedican exclusivamente a eso y su sustento es! No se ve a ningún político apoyando con ayudas, o prestaciones a lo q da de comer y crea economía local!!! Q va eso ya no le da a ellos sus votos … ahhh eso si más bloques claro q les de deja votos y más € en sus bolsillos
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#1 Nino Díaz 27-08-2022 16:46
Precioso artículo!!! He hecho un viaje a ese Tías con olor a burros, camellos, cabras... y cómo no, a perros de caza y hurones. Juanito, por desgracia, está en peligro de extinción, como las tierras y nuestra identidad, pero eso es el resultado de la entrada en la supuesta modernidad que se inició a mediados del siglo pasado. Todo tiene un precio!!!
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