Es lluvia, no temas
- MANUEL GARCÍA DENIZ
Mi padre hubiese sido muy feliz hoy, si se hubiese levantado a las seis de la mañana y viera cómo llueve.
En los años que yo era pequeño, a finales de los años 60 y en la década de los 70 del siglo pasado, la mejor noticia que se le podía dar a una persona de Tías, que estaba preparando el mayor enarenado de la zona de la Costa de Tías, más de 200 camiones de tierra y otros tantos de rofe que llevaban los hermanos Hernández con especial entusiasmo, era abrir la puerta y ver llover de forma sostenida. En Tías, la mayoría de sus pobres y alegres habitantes vivían del campo, de cultivar tomates y cebollas y plantar en los morros y tierras marginales granos para garantizar los potajes de la casa y millo (maíz) para tener piñas para los tradicionales asaderos de San Juan y San Pedro y similares.
Que lloviera a finales de septiembre, cuando los semilleros de tomateros y cebollas ya habían brotado, era una garantía de que al replantarlos iban a tener humedad para que pegaran. También de que los veinte o treinta bidones de agua, que se gastaban en mojarles la tierra al replantarlos en la finca definitiva, iban a ser más fáciles de conseguir y más baratos. Recuerdo mañanas parecidas a las de hoy. Con mi padre tarareando de felicidad. Hasta se reía cuando me veía saltar en los charcos del Camino de Los Lirios, empapándome toda la ropa y poniéndome totalmente perdido.
Mi padre no era agricultor. El agua que él conocía desde muy pequeño como la palma de su mano era salada, era el mar. Él se ganaba la vida lejos de mi casa, en meses de ausencia, con sus barcos de vela, primero, y el Niño Jesús de Praga, motor, después. Gracias a que era armador, patrón y entendido en la materia nos pudo mantener a sus hijos y hacernos el regalo de aquellos más de 40.000 metros cuadrados de terreno en Las Quinzuelas, que trabajábamos los miembros de la familia para llevar mejor sus ausencias. Pero mi padre disfrutaba como nadie de nuestras alegrías, y al ver llover en septiembre, ya veía los tomateros en fila, agarrados los unos a los otros, estirados en el suelo, cargados de tomates. Veía también ese verdito suave del morro de la tierra de Juan que dan las lentejas, al lado del verde más fuerte de las arvejas y chícharos a las semanas de brotar. Las piñas gordas debajo de la flor, en las cazolejas pegadas a la pared, donde era bobería plantar tomateros porque se los chascaban las lagartijas antes de que pudiéramos quitarles el soco.
¡Qué bonito era ver Las Quinzuelas, desde los Topes, en enero, con esos matices de verdes encerrados en altas paredes de piedras que separan unas fincas de otras. La lluvia era una bendición, tanto que se le pedía a la Virgen, a Santo Antonio y a quién fuera que lloviera en septiembre o en octubre, que volviera a llover en diciembre o enero y que en febrero o marzo cayera algo de agua para que no se aflojaran las matas de tomateros que estaban cargadas de tomates para mantener la exportación hasta finales de abril y principios de mayo.
Uno de los días que más miedo he pasado en mi vida lo viví, precisamente, en Las Quinzuelas, un día de lluvia. Sería a finales de los 60 o principios de los 70, no tenía más de seis años, había acompañado a mi familia a la finca. Mientras ellos calzaban tomateros, con un viento que no te permitía tener el sombrero puesto, yo me dedicaba a buscar nidos. El día estaba negro pero había que acabar de calzar los tomateros para que el viento no estropeara todo. Pero empezó a llover antes de lo previsto. En realidad, empezó a diluviar en aquella finca que estaba a dos kilómetros de mi casa, y a la que fuimos caminando. En menos de media hora, el suelo negro se transformó en blanco, los pedruscos de granizos chocaban contra las piedras de la choza en la que nos cobijábamos como si quisieran entrar. Lo que empezó siendo alegría porque lloviera, empezó a tornarse en preocupación. Una hora después, seguía lloviendo y se hacía de noche, teníamos que irnos sí o sí.
Salimos por el camino, destino al pueblo de Tías, completamente empapados, corriendo y evitando el barranco que ya destrozaba el camino. Me puse a llorar. A berrear, mejor. Hasta que vi venir un coche, que nos venía a buscar. Era uno de mis cuñados con mi padre de copiloto. Nos subimos y yo seguía llorando. Ahora, ya, no berreaba. Pero no podía controlar esos movimientos involuntarios transitorios entre el llanto sin consuelo y la calma total. Mi padre, riéndose, me pone la mano en la cabeza y me dice. “Es lluvia, es agua, solo es agua, no llores, hijo”.
Desde ese momento tengo muy presente que la lluvia es fundamental y que la tenemos que aceptar como venga. Nos conviene que llueva. Pero nos vendría bien prepararnos para convivir con ella sin sobresaltos. Está bien tener ahora una agencia de meteorología moderna que nos avise de los riesgos. Pero no vale de nada si no somos capaces de proyectar y ejecutar las obras necesarias para que no se convierta la lluvia en un problema, aunque sepamos lo que viene.
Después de aquel día, mi padre nos dijo que no se iba a la finca lloviendo, salvo excepciones. Y en esos casos había que llevar lo necesario para evitar esos sustos. Así lo hicimos, quizás por eso recuerde ese día y no el de otras lluvias peores que pasé en mi casa leyendo tebeos mientras oía llover. “Solo es lluvia, es agua, hijo”. Así que lo que pase tendrá que ver con la forma en la que nos hemos preparado para convivir con ella.
Hoy es un buen día para estar en casa y contar historias en familia. Esta es la mía.
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