De ida y vuelta
- MANUEL GARCÍA DÉNIZ
Desde pequeño, nos decían mucho eso de que la memoria se entrena, que el cerebro es un músculo y cosas parecidas.
Todas tenían por objeto estimularnos para que dedicáramos un tiempo a pensar, a leer, a estar en activo. Ahora, a medida que me acerco a la vejez, lejos de dejar de oír esos mensajes, vuelven a ganar vigencia con más fuerza si cabe. Y yo, que soy más bueno que el pan, incluso, que el pan frito (ese que llaman torrija, pero que nada tiene que ver con nuestra torrija de harina frita riquísima) pues me pongo a meditar. Y medito y medito y medito. Aunque meditar mucho es malo. No porque te deje sordo o tonto del bote, como decían también de otras prácticas con las que también me entretenía en mi juventud, sino porque la gente empieza a buscar etiquetas que ponerte. Así, si la gente te ve muy metido en ti, o se asusta o te asusta. Aunque la mayoría se ríe de ti. “¿Meditar ese? Lo que es un vago redomado, que se pega todo el día de brazos cruzados y mirando para el techo. Que se ponga a trabajar y se deje de cuentos”, les sueltan a familiares y allegados con el insano propósito de romper tu equilibrio del yo contigo mismo y tus circunstancias.
Últimamente me ha dado por ir al pasado a una experiencia vivida y volverme a colocar en ella y jugar a adivinar el futuro desde aquella posición con la información que manejo ahora. Cuanto más lejana la experiencia vivida, mucho mejor. Así desembarco en los alrededores de la casa de doña Magdalena, la anciana que vendía las bombonas de gas en Tías, cuando no había vitrocerámica y había que ir con la carreterilla a llevar la bombona vacía para cambiarla por otra llena, previo pago del gas. Estaba situada en la calle que hoy llaman Islote de Hilario, en el margen derecho yendo de la Avenida Central a la calle Libertad. Allí, delante de la casa, aprovechando que por aquella pequeña calle, de apenas 100 metros, no pasaban muchos coches quedamos para jugar y echarles un ojo a las guapas nietas de la señora que venían del puerto a ver a la abuela. Así que cada vez que venía alguien con una carretilla a buscar una bombona, nosotros, unos amigos y yo, clavábamos los ojos en el pequeño postigo para ver cuál de las nietas se asomaba. La cosa tenía premio porque, para ayudar a la abuela, las chicas salían de la casa, recorrían cuatro o cinco metros y le abrían la puerta del almacén donde estaban las bombonas al cliente, que depositaba la suya al lado de las vacías y recogía una del lado de las llenas. Pagaba y se despedía de la señorita, de la niña, como nosotros, que se volvía a meter en la casa. Y allí quedábamos nosotros lamiéndonos las heridas y con el corazón a cien. Cuando eso no se sentía nada más, todo era muy platónico, muy romántico, muy infantil, como le correspondía a la época que vivíamos en aquellos primeros años de la década de los setenta del siglo pasado, donde orillábamos los diez años, si acaso.
En aquel murito de doble piedra encalado y bien pintado en la superficie que nos sentábamos, nosotros nos contábamos nuestros sueños y deseos. Como los deseos ya se los he contado en el párrafo anterior, me concentraré en los sueños. Hago un esfuerzo por recordar de qué hablábamos superado el momento tonto de las nietitas. Y recuerdo cómo queríamos ser grandes futbolistas, como los de Las Palmas, que cuando aquello estaba en Primera o cantar tan bien como José Vélez, que luego fue a Eurovisión, en 1978, y nos dijo aquello de “quieres que bailemos un vals”. Teníamos un montón de sueños. Tantos como deseos. Recuerdo que ya les decía que quería ser periodista, periodista deportivo, y que me llevaría conmigo a la chica que me gustaba en ese momento de secretaria. El machismo me da que empieza demasiado pronto. Pero el tiempo me dice que conseguí lo accesorio, dedicarme a juntar letras y analizar la realidad cercana, pero perdí la mirada entusiasmada de aquella niña que ahora es mujer, pero que no fue ni mi secretaria, ni mi pareja como soñaba en esos momentos. Recuerdo la seriedad con la que hablábamos las cosas, con el sentimiento que sufríamos el desamor, con la entrega que disputábamos la pelota en aquella calle con porterías de un paso y postes de piedra. Cuánto más pienso en aquella época, más respeto a los niños y con más seriedad les trato y les oigo. Hay una carga tan grande de emoción y aprendizaje en esos años. Hay una necesidad infinita de ser entendido, que el adulto no acabe carcajeando cuando le cuentas lo mucho que te gusta la chica del traje azul y ojos verdes (¿o era al revés?).
Es un fastidio cuando todo lo que sientes y dices acaba metido por el adulto en el baúl de “cosas de niños” para desnudarlas y declararlas inservibles, inútiles, irracionales. En aquella época, era muy frecuente esa actitud de los mayores, por eso nosotros nos reuníamos en el murito enfrente de la casa de doña Magdalena para hablar de nuestras cosas mientras veíamos pasar las carretillas, al ritmo de su “tiquitlín, tiquitlín” habitual, con la bombona inmovilizada con dos piedras por los lados. Bueno, para hablar y para ver qué nietita abría la puerta, que no hay que perder la inocencia de aquellos niños que hoy son hombres en un mundo que ni sus hijos creen ciertas aquellas historias de pueblo pobre pero feliz. Pero existió y a mí me encanta recordarlo. Aunque ya no esté doña Magadalena, ni su almacén de bombonas, ni se oiga el “tiquitlín” de las carretillas en la calle Hilario que ya no tiene el encanto que nos llevaba a aquel murito de doble cara de piedra seca que ya tampoco está. ¡Ni las nietitas, ni las nietitas!
Comentarios
Saludos