Mi primer día de clase en el “Alcalde Rafael Cedrés”
- MANUEL GARCÍA DÉNIZ
La noche anterior apenas dormí. Estaba nervioso, excitado, feliz por ir, por primera vez, a un colegio de verdad. Los cuatro años anteriores había conocido las míseras instalaciones que tenía Tías para escolarizar a los niños.
No quiero ni acordarme de las arcadas que me dieron cuando fui por primera vez al baño asignado a las aulas que estaban donde hoy está el Ayuntamiento de Tías. Aquel retrete, que era de los que no llevaban taza sino una marca de dos pies, para orientarse a la hora de obrar, y un agujero, daba la impresión de que no se había limpiado desde que se construyó en la parte sur del edificio, al lado de lo que más tarde se convirtió en calabozo de la policía y después sede del club de fútbol de Tías. Fue la primera y última vez que fui al baño en mi primer año escolarizado, bajo las órdenes de la joven profesora Mercedes Hernández Ferrer, “Señorita Merceditas”. Estuve otro año más en esa zona, pero en otra aula, la que fue después el despacho del alcalde, que tenía una ventana que daba hacia la plaza, a cargo de la veterana profesora doña María Bermúdez, que nunca quiso aceptar que yo era zurdo y se empeñaba en que escribiera con la mano derecha, exigencia que me obligó a engañarla cada vez que se daba la vuelta. Ya era zurdo, después me hice de izquierdas.
Esta foto se hizo dos o tres años más tarde de ese primer día. Pero seguíamos sin tener canchas deportivas y nos conformábamos con una canasta en un suelo de hormigón. En esta foto, con los compañeros Tino García y Carmelo Montelongo, en la hora de Deportes de séptimo u octavo.
Los dos años antes del curso en el que iba a ir al colegio del que tanto nos habían hablado, estuve en La Orilla. Se trataba de dos aulas y la casa de los maestros que estaban aisladas detrás de lo que hoy es FT, en la calle Candelaria. Desde Los Lirios, en la otra punta del pueblo, tenía que ir hasta allí, donde apenas nos encontrábamos con unos cuarenta alumnos en el recreo, en un patio que cerraba la “L” que formaba el pequeño complejo escolar. Íbamos por la carretera principal, la de Arrecife – Yaiza, que hacía de travesía al pasar por Tías. El arcén era minúsculo y las probabilidades de que te cogiera un coche mayúsculas, aunque no había muchos. Allí nos esperaba Doña Rosa Ramos, una mujer de carácter que llevaba a rajatabla eso de que una torta a tiempo cura muchas boberías futuras.
En cambio, nos habían dicho que el próximo año, en quinto, ya estaríamos todos los chicos y chicas de Tías en el mismo colegio, y que en la Segunda Etapa de la Educación General Básica (E.G.B.), sexto, séptimo y octavo cursos, estaríamos juntos los de todos el municipio, ya que los de Puerto del Carmen, Mácher, La Asomada, Conil y Masdache vendrían y volverían a sus casas todos los días en guagua. Pero empezamos quinto y el colegio seguía sin abrirse, era el curso 1977/78. Pero don Raimundo, nuestro profesor, nos decía todas las semanas que la próxima nos iríamos al colegio nuevo y lo bueno que sería. Pero el último viernes, el último día en aquella aula vieja, no nos dijo que sería la próxima semana, sino que nos veríamos el lunes en las nuevas instalaciones. Al final, parecía verdad. ¡Era verdad!
Llegó el día. No tendría que ir solo. Mi hermana Nieves, tres cursos por delante de mí, y mi hermana Encarna, uno por detrás, también estrenaban colegio. Me levanté más pronto que nunca, me aseé y esperé nervioso a que terminaran de prepararse mis hermanas. No pude desayunar. Era como ir al colegio por primera vez. Con la ventaja de que ya tus compañeros eran amigos y que conocías al profesor y empatizabas con él. Solo se podían esperar cosas buenas. Y nuevas. Nos despedimos de mi madre, mi padre estaba de viaje como casi siempre, y salimos al camino de Los Lirios, que en esa época era de tierra todavía. Saludamos a Rafael Guadalupe, al que llamábamos Rafael “El Rubio”, al pasar por delante de su casa, y pisamos asfalto, en el tramo de la carretera de Conil que nos llevaba hasta el cruce con el Hoyo del Agua y la carretera de Mácher. Giramos a la izquierda, a la altura de la casa de Carmen la de Saavedra, y seguimos dirección al centro del pueblo. Pasamos por delante de la casa de Cándido Borges y su era, donde trillábamos las arvejas, lentejas y demás sementera a principios de mayo, saludamos a Angélica de Ganzo y, después de pasar la casa de Nieves la de Sicilia, donde tenía una pequeña tienda, giramos a la derecha y nos metimos por la calle Pérez Galdós, donde había apenas cuatro casas habitadas. A la izquierda, y por ese orden, Emilio Bermúdez y familia, la de Carmelo Bernal y la de Paca Bermúdez, que vivía sola. A la derecha, yendo hacia el colegio, en esa época solo recuerdo la de María y Mino. Al llegar a la calle San Pedro, en el cruce de esta con la Pérez Galdós y La Fraternidad, me solté de la mano de mi hermana mayor. En el mismo stop, estaba la casa de Olimpia e Ico, los padres de los primeros gemelos que conocí en mi vida, y de los que guardo enormes recuerdos. No quería que Pedro Nolasco y Antonio Jesús me vieran cogido de la mano de mi hermana, como si fuera un niño chico a mis once años cumplidos. Bajamos la cuesta del Morro, y ya veíamos el colegio, nuestra nueva casa por las mañanas. Bordeamos el colegio, giramos a la derecha, a la calle Igualdad, y esperamos con una multitud de chicos y chicas, unos mayores y otros menores que nosotros, a que abrieran el colegio. La algarabía era inmensa.
Se abrió el portón y nos llamaron a filas por curso. Con el profesor al frente, nos llevaban a clase. Abandonamos el descampado que había delante del colegio, dentro del recinto, donde algún día tendría que haber canchas pero que en ese momento no había nada. Nos enfilamos hacía el edificio, de frente, hasta llegar a las aceras, giramos a la derecha y vi unos baños que parecían nuevos, antes de girar a la izquierda en el primer desvío y acabar en una clase con pupitres nuevos, pizarra nueva y discurso viejo de don Raimundo.
La primera hora fue para decirnos lo importante que era aquel colegio, lo que había costado y que era responsabilidad nuestra conservarlo. Él también tenía mesa y silla nuevas, a la izquierda de la pizarra. Desde allí nos vigiló, nos gritó y nos citó cuantas veces entendió necesarias. Nada más acabar su monologo apasionado, levanté la mano y le pedí permiso para ir al baño.
¿Usted sabe dónde está el baño, García? A ver si se va a perder, que esto es nuevo para usted.
Empujé la puerta del baño con el recuerdo de aquel otro baño en la cabeza. Y me quedé maravillado. Parecían los baños de una casa, pero con más cosas. ¡Y tenía tazas! Había lavamanos, con agua, y hasta rollos de papel higiénico. Me fui sin usar nada, realmente no tenía ganas. Pero al verlo tan limpio y tan distinto al de mi primera experiencia escolar no sé si hubiera hecho, aunque hubiese tenido la vejiga llena. Volví a clase contento, ya no tendría que aguantarme más hasta llegar a casa. Los avances empiezan por cosas así.
Don Raimundo era un buen profesor y fue de los primeros que me estimuló para que escribiera e hiciera obras de teatro para representar en clase. Aunque un día me llamó la atención porque siempre mis obras acababan quedándome yo de novio de la chica que me gustaba, que también le gustaba a algún compañero, que presentó sus quejas y se negó a participar en la obra. En primer lugar, el profesor le llamó la atención y le obligó a hacer la obra como un ejercicio más de clase. Pero después me llamó a mí a solas.
- Vamos a ver, García, yo lo que estoy notando es que usted siempre se asigna el papel de la persona que acaba enredado con esa alumna.
- Mire, es que yo escribo la obra. No voy a ponerme a mí el papel peor. Yo trabajo más que ninguno, lo lógico es que me toque a mí lo bueno.
- Hombre, sí, pero hay que ser generoso. Déjale a él ese papel por esta vez.
- ¡Hombre! ¡Que yo soy quien hace la obra y sé mejor que nadie quién debe ser cada personaje!
Al final, esa obra no se pudo representar, no hubo acuerdo en el reparto. Pero otras muchas sí que se representaron. Al igual que recuerdo los recitales de guitarra de Esparza, un alumno que llegó ese año al grupo, que era hijo de un profesor, y al que le encantaba tocar ese instrumento, para deleite de todos, y llevar pantalones de petos. Allí, quiero recordar, estaba el grueso de los que fueron mis compañeros en el colegio. Los que éramos de Tías, porque los de los otros pueblos se sumaron al año siguiente. Así que allí estarían ese día Toño, Pedro, Bely, Tino Marrero, Nery, Inma Ferrer, Begoña, Loli, Olivar, Candelaria, Clari, y otros muchos de los que me acuerdo pero citaré en otros recuerdos próximos.
Volví a casa ese primer día muy contento. Volví solo, caminando a zancadas, adelantando a diferentes grupos de alumnos que venían de entretenida cháchara. Yo quería volver a mi casa. No solo porque sabía que mi madre me había preparado mi comida preferida sino para contarle a ella todos los detalles. Nunca he sabido de dónde sacaba tiempo para hacerlo todo y siempre estar dispuesta a escucharnos nuestras cosas. Aunque nunca aceptó el más mínimo reproche a los profesores, siempre que fueran exigencias de deberes. “Es por tú bien, Manolo”, me decía siempre.
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