Mi casa era una escuela
- MANUEL GARCÍA DÉNIZ
Durante los años 70 de siglo pasado, en ese ambiente rural que tan bien recuerdo de Tías, donde podías ver al mediodía, al sol, debajo de la pared de su casa, a cualquier vecino, sentado sobre la albarda del burro fumándose una cachimba, la enseñanza era una necesidad imperiosa. Los padres, muchos de ellos apenas sabían leer y escribir, o poco más, se afanaban en que sus hijos no quedaran también estigmatizados por el don de la ignorancia iletrada. Pero era difícil encontrar complementos a unas aulas oficiales deficientes, donde solo progresaban los que realmente tenían interés y se quedaban atrás, muchas veces de forma definitiva, aquellos que se entretenían en absurdos juegos o no contaban con la estimulación y apoyo familiar necesarios. Mis hermanas, por los menos tres de las ocho que tenía, se sumergieron en esa necesidad y se lo tomaron con una seriedad y compromiso impropios para su edad y sus antecedentes formativos.
Cada verano, la parte de la casona de mis padres en Los Lirios que íbamos liberando del uso doméstico habitual, era ocupada por bancos y mesas improvisados, que imitaban pupitres que se abarrotaban de niños en horario de mañana y tarde. El vecindario era lo suficientemente pobre como para plantearlo como negocio, aunque todos pagaban de acuerdo a sus posibilidades, dinero que les servía a mis hermanas para sus caprichos de adolescentes y para comprarse libros e instrumental de apoyo en estas clases. La fama de mis hermanas como maestras iba creciendo verano tras verano, al ver los compañeros y sus padres que los niños que acudían mejoran considerablemente sus resultados y hacía su agosto en septiembre, con recuperaciones inesperadas. Llegaron veranos, meses de julio y agosto, que no cabía ni un alumno más. Era una tarea exigente, difícil, porque eran niños de distintos cursos y nivel, con carencias variadas y expectativas diversas.
Parece que estoy viendo todavía a mis hermanas Eulogia y Esperanza yendo mesa por mesa, marcando y corrigiendo deberes en cuadernos de una raya. Les encantaba enseñar, aunque no fueron ellas dos las que iniciaron aquella “escuelita de barrio” en mi casa. Realmente todo empezó unos años antes, con mi hermana Pino, que tuvo de alumno fetiche en mi casa durante años a uno de los jóvenes más listos de la época, Tomás Hernández, que acabó yendo a la universidad y hoy es profesor, si no está ya jubilado, en Tenerife. Desde esos momentos y durante toda la década, los vecinos mantenían a sus hijos en la parte trasera de mi casa. Y mis hermanas no descansaban ni de día, con jornada lectiva mañana y tarde, no había tiempo que perder que los chicos tenían los exámenes en septiembre, ni de noche, preparando estrategias individualizadas para cada niño o niña. Vivían con verdadera pasión la enseñanza. Tanto que las tres acabaron siendo profesoras tituladas, aunque Eulogia, después de sacar la carrera de Magisterio prefirió dedicarse al Registro de la Propiedad en lugar de acceder al cuerpo de maestros. En cambio, Pino fue una reconocida maestra de varios colegios públicos, el último el Nieves Toledo, de Arrecife, y Esperanza se recorrió todo el archipiélago dando clases de Latín y Griego en los institutos, dejando claro que eran lenguas más vivas e influyentes de lo que se pensaba.
Ese ambiente permanente que se respiraba en mi casa, de enseñanza y valoración de los estudios, te envolvía de tal manera que la impresión que yo tenía de estudiar no tenía nada que ver con las de mis amigos y compañeros de clase. En mi casa, ver gente de noche al lado de una vela o un quinqué, en aquellos tiempos todavía no había llegado la electricidad a la zona, era lo habitual. Mi hermana Encarna y yo, que eramos los hermanos más pequeños, nacimos en aquella casa oyendo a mis hermanas recitar de memoria la materia que les entraba en los exámenes. Por eso no extraño nada en casa que Encarna fuera al colegio por primera vez sabiendo leer y escribir con seis años y la pasaran de cartilla al segundo curso de EGB. Todavía recuerdo cómo contaba mi hermana qué cara se le quedó a su maestra cuando le señaló una vocal y ella le leyó la palabra entera y siguió leyendo la página. La maestra no daba crédito y fue la más entusiasmada en pasarla de curso, como finalmente consiguió.
Las familias numerosas son un mundo interior lleno de complejidades más propias de una sociedad que de una familia. Era lo típico de la época. No sé si porque no había televisión, no había preservativos o no había otra cosa que hacer cuando oscurecía y se acostaban mucho antes de tener sueño. Pero en aquellos tiempos era lo habitual. En las tres casas del margen izquierdo de la calle de Los Lirios (el derecho estaba reservado para una inmensa tierra, la de Miguel Díaz, que se plantaba de tomateros y sementera, que es donde hoy se asienta la urbanización de Los Lirios), vivíamos unos treinta chicos y chicas. Tres familias numerosas con una decena de hijos e hijas cada una. Un mundo lleno de complejidades pero también de vivencias con los hijos de mi tía Paca y los de Miguel Valiente y Carmen Fajardo, que llamábamos Carmen la de Martín, que era su padre.
La mayoría de las cosas que aprendí en esa época tuvo lugar en el seno de mi familia. Soy un apasionado de la lucha canaria porque seguí las aventuras y proezas de mi hermano Ángel en este deporte. Me encanta escribir y leer porque mi hermana Ana Delia no solo era una apasionada lectora sino que también escribía muy bien y me ayudaba con las redacciones en las que acabé siendo un experto reconocido en las clases. Mi hermano Antonio, con su genio no siempre controlado, me enseñaba a hacer las cosas rutinarias y me acompañaba en mis labores domésticas. Las mayores, Carmen y Flora, que me sacaban casi unos veinte años, y que hoy ya no están ninguna de las dos, eran como segundas madres para mí. Y así me trataban, como el hermano pequeño que era casi de la edad de sus hijos mayores. Y con Nieves, la que me sigue en edad, hubo siempre una complicidad grandísima en nuestra adolescencia, cuando yo le contaba mis aventuras amorosas y ella me aconsejaba mientras hacíamos “dedo” para ir al Instituto Blas Cabrera Felipe.
Mi casa fue una escuela para muchos chinijos, para muchos amigos y amigas de la zona. Pero lo fue, sobre todo, para mí. Sin toda esa gente, con la que hacía cola para comer o ir al baño, no hubiera sido quien soy. Fue la obra de mis padres, y se enorgullecían de ello. Y a ella dedicaron todos sus recursos y esfuerzos. Mi casa fue una escuela. Mi principal escuela fue mi casa.
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