La choza de la abuela
- Alex Salebe Rodríguez
Miré de reojo esa vieja construcción rústica que se mantiene en pie cuando este fin de semana caminaba hacia el punto de encuentro de las fiestas populares del pequeño pueblo costero de El Golfo, y ¡pumba!, caí de inmediato en decenas de magníficos recuerdos.
Allí, en ese pequeño refugio de fin de semana, con el privilegio de estar a pocos pasos de la playa negra de piedra y contemplar el atardecer sin ruidos, estuve junto a mi mujer, hijo y una de mis sobrinas en muchísimas reuniones de confraternización invitados por Guillermina Martín (Q.E.P.D) y su familia.
Era 2004. Recuerdo que la anfitriona y su hermana Severa, también fallecida, contaban que el pacto con sus hermanos consistía en el uso de la choza por ciertos meses del año para así poder disfrutar todos de su encanto y compartirlo con amigos, como generosamente lo hicieron con nosotros.
No sabía que le llamaban la choza de la abuela, solo este mismo fin de semana que me encontré en las fiestas de El Golfo con Yolanda de la Cruz, hija de Severa, se me ocurrió preguntarle, atraído por los recuerdos, cómo le decían al lugar, y me confirmó que lo bautizaron así por su abuela Ana González Eugenio.
Para mí la choza no solo evoca momentos festivos y alegres, que también, sino que reconozco en ella un sitio de convivencia, que aunque fugaz, porque era pasar un día entero allí e ir a casa por la tarde y volver al día siguiente, donde aprendimos muchísimo de la cultura canaria, una realidad que aceleró nuestra integración.
Y es que dos aspectos culturales tan importantes como la música y la comida eran protagonistas. Allí, mojando el paladar de vino y viendo tocar la guitarra y el timple y escuchando las voces potentes de los sobrinos de Guillermina me enamoré de las malagueñas. Le decía al guitarrista: “Santi toca una malagueña”. Contestaba sonriente: “luego que las malagueñas son tristes y vamos mejor con una seguidilla”. Entre malagueñas, folías y seguidillas se pasaban tardes inolvidables, claro, no siempre había música parrandera en vivo, pero siempre estaban las personas, al fin y al cabo lo más importante y la razón de ser de los encuentros.
Con la comida, ni se diga. El sancocho canario era allí uno de mis platos preferidos, como también el caldo e’ millo o las garbanzas con carne de cochino, y de postre, torrijas, bizcochos, mimos y otras delicias puramente caseras. Recuerdo que en una ocasión me avisaron que había una especie de pescado conocida como ‘Escolar’, muy rica que “por su contenido de grasa te manda al baño enseguida y a veces no te da tiempo ni de llegar”. De valiente, o más bien de hambriento, me hinché a comer escolar y empezó el vacile, que si no sientes es mejor que te revises el calzoncillo, que corre pal’ baño, pero nada, absolutamente nada, no me hizo daño, pero desde entonces, que sepa, no lo he vuelto a comer, por si acaso.
Donde sí sufrí fue un día por la mañana cuando salimos a pescar cerca de la costa en una pequeña embarcación. Bueno, pescaron mis dos acompañantes, porque yo lo que pesqué fue un mareo tremendo, con sus consecuencias, y suplicando volver a tierra pronto. Y así, infinidad de vivencias en un entorno espectacular. No hace falta disfrutar en grandes villas o con grandes lujos, hay pequeños lugares de ensueño y gente buena con la que se pasa de maravilla. Le debía una a El Golfo y a mis amigos, por eso volví para sacar fotos de la choza y escribir estas letras.