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El pueblo de Tías rural, un aprendizaje infinito

 

 La niñez es un periodo de extrema importancia para las personas.

No es raro que las visitas al psicólogo o al psiquiatra acaben rebuscando en la infancia del paciente para encontrar el origen de sus taras o trastornos. No tiene que ser así, pero muchas veces sí lo es. Desgraciadamente, en muchas ocasiones se infravalora la capacidad intelectual del niño, de ese ser que de cuatro a catorce años ya empieza a indagar por sí mismo en el entorno en que se mueve. Y  lo hace con una enorme curiosidad. Porque es verdad que no conoce nada, muy poco todavía de ese mundo en el que se mueve, pero tiene una capacidad infinita para captar, para memorizar, para guardar y así sumar experiencias cada día, cada hora, cada minuto. El niño se percata de todo y obviar esa cualidad es la que lleva a padres y madres a no entender qué les pasa a sus hijos, por qué está triste, por qué está violento, por qué no se relaciona. Posiblemente, el padre o la madre fue tan testigo como el chico del  hecho que lo atormenta, pero consideran que el hijo no lo captó, que es ajeno a su gravedad y dramatismo. Pero eso no es cierto.

Un aprendizaje animado

En el pueblo de Tías que me tocó vivir en los años 70 del siglo pasado, se aprendían cientos de cosas todos los días. Al margen de las clases, en las que nos alfabetizaban y aprendíamos conocimientos universales, de los entrenamientos deportivos, en las que nos enseñaban valores y aprendíamos a competir en buena lid, o con nuestras familias, donde aprendíamos las reglas y señas que marca cada casa. Al margen de todo eso, que es parecido en cualquier lugar del mundo, están los alrededores de mi infancia en un lugar irrepetible, con una gente irrepetible y con ritmo irrepetible. No teníamos nada, pero lo teníamos todo.

En mi pueblo, en mi infancia, que estaba situado exactamente en el mismo lugar que hoy se levanta otro pueblo con el mismo nombre que tiene poco que ver con él, a pesar de que fue aquella sociedad la que le dio el relevo, el escenario era tan vivo. Apenas había coches, la mayoría de la gente se movía caminando entre sus casas y los alrededores donde tenían las fincas. Se levantaban de madrugada, se echaban su rala de gofio, le ponían la albarda al burro o la burra (apostemos por la inclusión también en el mundo animal), les mandaban las alforjas o las cestas arriba, dependiendo de la época del año y la actividad que se fuera hacer al campo y se iban con ellos a las fincas, caminando delante, con el cabresto cogido con unas cuerdas. La figura del burro (o burra) cargado de cestas de tomates, o con las alforjas repletas, con florete, de hierbas era muy habitual. Como lo eran los animales en general. Los domésticos y los ganaderos. Había gatos por todos lados, porque cazaban ratones y ahuyentaban a las ratas, diversas especies de perros donde predominaban los podencos, para la caza, pero también los satos, que daban compañía a sus dueños en las fincas, los de guardia, como los perros alemanes y los presa o bardinos. No había de esos que hoy duermen en las camas con sus dueños, que salen a la calle con cola y vestiditos de Barby. No, en los setenta la cosa no era así. Las gallinas, con infinitos gallos dando los buenos días, las cabras, de dos a cinco en cada casa, los hurones, palomas, conejos, un cerdo también solía haber en muchas, kíkeres, eran parte de la familia, de la casa.

En el centro del pueblo, dominaba la parte más comercial y artesanal. Se iba al zapatero, a Jacinto me tocó ir en más de una ocasión, tanto a que me pusiera suela en los zapatos como para que hiciera correajes para el corcho y otros arreglos con cuero. También había un herrero, al que solían encargarle sachos, plantones y demás aperos de labranza. El popular Baldomero Cañada hacia bien ese trabajo.

Colectivizar las tareas

A mí me gustaba especialmente el compañerismo que había en el pueblo. Que como en todos los pueblos, había también sus rencillas, envidias y afrentas entre unos y otros. Pero eso, por común y universal, lo damos por explicado. Y me remonto a los que se llevaban bien, y se movían conjuntamente. Así, hasta hace apenas unos años era frecuente que se afrontaran de forma colectiva los momentos de más exigencia en el campo. Por ejemplo, en el momento de la replantación de cebollinos y tomateros. En esos momentos, venían amigos y familiares a ayudar con la tarea. Entonces, un trabajo que tú solo, o con tu familia nada más, podrías tardar un mes, se hace en dos fines de semana. Así, después, tú y tu familia, iban a ayudar a esas mismas familias en esa tarea. También se daba esa respuesta colectiva, cuando se iba a poner el techo de la casa. Había que hacer la mezcla, subirla al techo, esparcirla por esa superficie y extenderla convenientemente para que quedaran bien las pendientes. No era un trabajo para una o dos personas solas. Entonces se tiraba de familiares y amigos. Se hacía en un rato. Después el anfitrión invitaba a un sancocho y todos en paz. Hasta que otro de ellos tuviera una necesidad de mano de obra, y se acudiera ayudarle. Esa ambiente sí lo había.

Dos pasos, un hoyo; cada dos pasos, un tomatero

Con muy pocos años, con cinco o seis, yo revoleteaba por esos espacios. Veía como se hacían los hoyos con la asada para plantar los tomateros. Uno de ellos, de los hombres, daba dos pasos y abría un hoyo, daba otros dos pasos y abría otro hoyo, así toda la tierra. Esa separación le garantizaba su espacio vital al tomatero, aunque después, por arriba, quedaran sus matas entrecruzadas, al extenderse por el suelo, con piedras en algunas hojas, para evitar que el viento los partiera o estropeara los tomates. Detrás del que abría los hoyos, venían uno chicos con un balde echando un chorrito de agua en cada uno y más atrás venían con la mata de tomatero y un plantón. La señora o el señor, este trabajo lo hacían los más experimentados, escarbaba en la tierra fértil mojada y metía la planta de tomatero, a las que, después arrimaba arena para enterrarle el tallo hasta casi las hojas. El último en llegar era el que hacía los socos para que el viento no partiera la pequeña mata. Tres piedritas, dos verticales y una horizontal arriba de estas, orientadas de forma que el viento no le diera al tomatero y pudiera afrontar sus primeros quince días de replante de forma vertical. Después de esos días, con el tomatero ya talludo, se le doblaba con cuidado de no partirlo, se le colocaba una piedra sobre una hoja a cada lado y, desde ese momento, su vida, hasta que se arrancara la mata, sería arrastrada por el suelo, lleno de tomates. El día de plantar en la finca era como una cadena de producción, más corta que la de Ford pero muy práctica.

Yo apenas trabajé en el campo. Mis hermanos sí. Iba y aprendía y a veces le preguntaba a mi madre si le ayudaba y ella siempre me repetía lo mismo: “La ayuda de un muchacho es poca, pero quien la pierde está loca” y me daba el pequeño cesto donde metía los tomates para que, cuando se llenase, lo vaciara en la cesta que estaba en la misma zanja donde ella cogía los tomates. Después, mis hermanos se echaban la cesta al cuello y la vaciaban con mucho cuidado, encima de unas telas, para seleccionarlos y meterlos en cajas de 25 kilos que venían a buscar los trabajadores de los empaquetados. Nunca entendí cómo madre sabía si un tomate estaba para coger o no. Había que cogerlos todavía de color verde, pero en la justa medida, para que madurasen a los ocho o nueve días, que era cuando llegaban al mercado final, Barcelona. Después había que quitar los que tuvieran bichos, los que estuvieran rozados por la arena y quitarles el pezón. Eso se hacía sentados al lado de un montón de tomates, con las cajillas puestas al lado. Ibas llenándolas, y finalmente las sacabas al camino. Les ponías unas patas (hierbas silvestres frescas) a las que quedaban expuestas a la intemperie y de allí se lo llevaban los camiones del empaquetado. Solían venir tres hombres o muchachos, dos echaban las cajas al camión y otro las iba colocando arriba.

Tierra tras tierra, como coincidía el periodo de cosecha, te veías aquellas sombreras de mujeres y sombreros negros de hombres, y chiquillos revoleteando por allí, alrededor de aquellos miles de kilos de tomates que iban acabando los buenos en las cajas y los malos en otro montón, que acabarían siendo comida para los animales.

Con menos de diez años, no solo sabía cómo se plantaban los tomateros o los cebollines. Sino también como se ordeñaba una cabra, cuándo estaba clueca la gallina y había que ponerle huevos engallados para que sacara a los veintiún días pollitos, desparasitar los perros de caza, limpiarle la cuadra a la burra, trillar y aventar para separar los granos de la paja, plantar en cazolejas y un sinfín de cosas que los urbanitas tardarían una civilización completa para aprender. Pero lo que más me gusta y mejor recuerdo es cómo identificar los pájaros por su huevos (sólo los pájaros) y saber el nombre de casi todas las hierbas silvestres de la zona.

La fauna, entre nidos y pájaros

El entretenimiento de los niños, cuando nos cansábamos de molestar a los padres en la finca, era ir a buscar nidos. Entonces, veías a los animalitos y les seguías. Otras veces ibas caminando y salía la pájara asustada como loca, clueca perdida, entre volando y corriendo. Ahí había un nido seguro. Y, efectivamente, allí estaba. Si los huevos eran blancos con manchas marrones, eran “pájaros muñudos”, si eran blancos con manchas azuladas eran “picudos” y así íbamos aprendiendo un sinfín de cosas de la fauna y flora.

Ahora, cuando voy por el campo, me encanta decirles a los demás los nombres de las hierbas que vamos viendo. Casi nadie se sabe ninguna. El desconocimiento de la flora local es vergonzante. Es verdad que nosotros aprendimos porque la hierba tenía un valor domestico importante. Los animales que no se sacaban al campo tenían que comer también hierbas. Especialmente, las cabras y la burra. Y si ellas no iban al campo, las hierbas venían en sacos llenos, incluso con florete, para sus corrales.

 

Conocer la flora, coger hierba

A mí me encantaba ir a coger hierba, a veces nos poníamos guantes y las cogíamos a mano y, en otras ocasiones, las arrancábamos con un sacho. A los pocos días de llover, los campos se ponían preciosos, llenos de amapolas, cerrajas, saramagos, hierbamudas, cerrajones. Pero, para nosotros, la hierba más bonita era la que llenaba el saco. Yo solía ir con Peyo y Mamé Cañada, cuando niños éramos inseparables, aunque en muchas ocasiones acabáramos a la torta o la pedrada. Cogiendo hierbas, se prestaba al conflicto. Peyo, que ya era un chico fuerte, era siempre una fuente de conflicto. Si veíamos a lo lejos una tierra llena de cerrajas,  que eran un manjar para las cabras, salíamos corriendo los tres. Peyo era fuerte pero no rápido. Desde que lo dejábamos atrás, empezaba a gritar que declaraba esa tierra suya y toda su hierba era de él. Nosotros más corríamos y empezábamos a coger hierba como si no hubiera un mañana verde. Entonces llegaba Peyo, con la lengua fuera, y empezaba la pelea. Hasta que nos dábamos cuenta que allí había hierba para diez sacos y nosotros solo teníamos tres. Así que estábamos peleando para nada. Llenábamos los sacos hasta arriba, bien apretaditos, y después le poníamos una brazada encima, que es lo que llamábamos florete, y con unos hilos de bala los amarrábamos  al saco. Nos los echábamos en el cuello y llegábamos a casa como si hubiésemos encontrado una mina de oro.

Si no llovía mucho, cogíamos lo que fuera. Mucha camellera, ratonera, treintanudos, algún tebete, no muchos, porque decían que daba sangre (que sigo sin saber qué era eso). Y si no llovía nada, nos íbamos a las montañas, especialmente a la Bermeja, a coger grama. Con los gemelos Pedro y Toño, que tenían un burro blanco que era tan pequeño que yo me bajaba solo con estirar las piernas y dejando que saliera de debajo de mí, íbamos a coger grama a la montaña de La Tegala, en el margen izquierdo bajando hacia Puerto del Carmen.

De Tías y sus alrededores conocíamos su fauna, su flora, su orografía, cada una de sus montañas, aljibes, bocas y paredones, habituales guaridas de los conejos, los árboles frutales y su periodo de recolección. Nos lavábamos las manos en el campo con barrilla, que era un producto básico en la elaboración de jabones siglos atrás, las manchas de moras nos las quitábamos con moras verdes. Era un conocimiento extenso, adquirido de forma casual, sin pretenderlo, pero necesitándolo. El ejemplo de nuestros padres de ir ayudar a los vecinos o a los familiares, ya sea a poner un techo, a plantar o a vendimiar. Que se prestaran el macho para preñar las cabras, los plantones y los arados. El “vete a casa de fulanito a traer o a casa de manganito a llevar” era muy frecuente. La necesidad compartida no solo es más llevadera sino que es más divertida. Poner un techo tú solo es cansino, agotador, aburrido. Ponerlo con los amigos y familiares era casi una fiesta adelantada, en un pueblo donde la máxima diversión era ir al Bar “Tres Copas” de Pepe Pérez o al de Roque, en el centro del pueblo, a jugar a la cartas ir a beber rones secos y lo que cuadre o  ir a jugar a la bola en el “Bar no madrugues”, en el Hoyo del Agua, que, en esos tiempos llamábamos el Bar de Manuel o de Prudencio Cabrera.

Cambió el modelo y cambio todo

Es imposible recoger todo aquel mundo que se nos acababa sin darnos cuenta y que aceptábamos con la alegría que siempre da lo que se presume moderno y mejora nuestras condiciones económicas. Desde Puerto del Carmen, a medida que nos acercábamos a los años ochenta nos llegaba más nítida la mancha blanca de cientos de casas, apartamentos y hoteles que se levantaban al lugar. Demasiada gente de mi generación, y anteriores y posteriores, acabaron casi niños de peones en la construcción y de freganchines de sol a sol. Pero traían un sueldo a casa todos los meses, no había que esperar por intermediarios ni por costeros. No tenía que llover ni madrugar. Y tenían nóminas, cosa nueva en el lugar, y hasta vacaciones. Decían que llegaba el turismo de masas. Pero yo solo veía cada vez más extranjeros que se gastaban el dinero como si todos fueran ricos. Mientras yo buscaba nidos, cogía hierbas, plantaba tomateros y cebollas, la isla cambiaba a pasos agigantados bajos otros patrones completamente distintos. Se acabaron las gallinas, las cabras, la burra, coger hierba, buscar nidos, se acabó con la economía de subsistencia y con la de exportación de dos productos básicos. Es otro modelo. Por eso, a pesar de que apenas han pasado cuarenta años, parece que han sido siglos.

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