Días completos de lectura
- MANUEL GARCÍA DÉNIZ
El día que mi padre llegaba a casa, después de casi un mes de viaje, yo no quedaba con nadie ni quería saber nada de nada.
Mi padre llegaba en un furgón de transporte de Arrecife, sentado al lado del conductor. Cuando oíamos el ruido del vehículo entrando en nuestra propiedad, salíamos todos corriendo por la puerta de atrás, que daba directamente a ese espacio y estaba casi siempre abierta, al contrario de la principal, que daba al jardín del Camino de Los Lirios y estaba siempre cerrada. Mi padre, un hombre alto, enjuto y muy fuerte, se nos acercaba y nos iba abrazando y besando hasta que se fundía en un abrazo con mi madre y los más pequeños nos abrazábamos a ellos. La escena duraba lo que duraba. Pero, seguidamente, los chicos y él bajábamos la mercancía que traía y que justificaba venir en un coche de transporte en lugar de en un taxi.
Manuel Antonio García Martín era un hombre enérgico, bravo, pero también muy sentimental. Nunca le levantó la mano a ninguno de sus hijos ni hijas pero era especialmente vehemente cuando creía que tenía que remarcar una orden, consejo o recomendación. Todavía recuerdo la voz de mi padre escaparse de la habitación que compartía con mi madre, Esperanza Déniz Gopar, a medianoche por la ventana del patio principal de nuestra casa y entrar como un fogonazo en mi dormitorio. Me decía alto y claro qué había que hacer mañana. Y yo casi siempre lo hacía. Entre otras razones, porque si no, la noche siguiente, serían largas las horas en las que mi padre, desde su habitación, me leería la cartilla. Aquella letanía era una tortura mayor que una de aquellas palizas que recibían mis amigos de sus padres por cualquier contrariedad. Se quitaban el cinto del pantalón, y le daban, y le daban, y le deban, hasta que el progenitor no podía más. Mi padre solo se desabrochaba el cinto para quitarse los pantalones. Pero no nos abandonaba al libre albedrio, a nuestra voluntad. Así que cuando dijo vamos a bajar las cosas del furgón, los tres fuimos detrás de él.
Uno de mis hermanos se subió arriba del furgón y el otro y yo quedamos abajo esperando que él nos fuera acercando la mercancía. Bajamos veinte sacos de papas de Tenerife, isla de la que venía mi padre, porque era allí donde llegaba con su barco cargado de pescado salado para venderlo. Aprovechaba que volvía a Lanzarote con la embarcación vacía para traer víveres de más calidad y más baratos para casa. También bajamos dos sacos de tollos, dos de pescado salado, especialmente, de cherne y burros para el sancocho, y uno de unas cosas que parecían unas alpargatas plastificadas, que luego supe que eran huevas, a las que me enganché hasta hoy. El último saco estaba lleno pero no pesaba nada. Mi hermano lo cogió y me lo tiró a mí al tiempo que me gritó: “Esto debe ser para ti, chinijo, porque no pesa nada y se doblan como si fueran papeles”. Efectivamente, era el saco de cuentos, comic y novelas que mi padre me traía cuando volvía a casa.
Desde que pude, muy pronto, abandoné a la familia y me fui solo. Era mi escondite. En realidad, era el dormitorio de la vivienda que usaba mi hermana, su marido y sus hijos, mis cuatro sobrinos que siempre he visto como mis hermanos, hasta que fueron a su piso en Arrecife. Me metí allí, abrí el saco y volqué su contenido en el suelo, al lado de la cama. Me tiré en la cama que fue de mi hermana, mi pobre hermana Mary, que falleció unos años más tarde, con solo 33 años, destrozándome el corazón cuando apenas tenía yo quince años. Sentí que mi corazón se destrozaba, un fuerte dolor físico que le daba forma a ese sentimiento de pérdida de quien fuera mi segunda madre. Para sus hijos, menores que yo, todavía fue peor. Pero el solo recuerdo de ver entrar en mi casa a mi madre y mis hermanas llorando sin consuelo me sigue dañando hoy. Pero me alegra ver a sus tres hijas e hijo, hoy, mayores que ella todos, y a sus nietos que nunca conoció.
Empecé a coger, sin mirar, los primeros libros. Me daba igual cuál fuera. Mi estrategia de lectura en mi infancia era sencilla: leer todo lo que caía en mis manos. Y allí estaba siguiéndola a rajatabla. Mi hermana Pino, años más tarde, cuando me invitaba a su casa en Gran Tarajal, en Fuerteventura, no se quería creer que, de noche, cuando ella, su marido Plácido e hija Carolina se iban a la cama yo me quedará leyendo el diccionario Larousse página a página, como si fuera una novela. Se dio cuenta porque dejé una hoja doblada para saber por dónde iba.
En el saco que me traía mi padre había de todo. Desde los clásicos comic de Jabato, Capitán Trueno, Zipi y Zape, novelas infantiles y hasta una biografía de la científica franco-polaca Marie Curie, que devoré con el mismo entusiasmo que el resto. Dejé de leer cuando ya no veía las letras. Se había hecho de noche y ni había comido. Salí de la habitación y el grito de mi madre me retumbó en mis oídos como si me hubiera disparado con un cañón.
- ¿Pero dónde estabas metido, que estábamos todos buscándote desde el mediodía?
La cara de mi madre reflejaba un cabreo importante. Así que no hice esperar la respuesta.
- Estaba leyendo los cuentos que me trajo papá y se me han ido volando las horas.
- ¿Volando? Cuento, mucho cuento, sí que tienes tú. Vete para la cocina que ahora voy a ponerte la comida, que te hice arroz blanco, papas fritas y huevos.
En ese preciso momento, cuando me dijo lo del arroz, papas fritas y huevos, me di cuenta que sí había algo que me gustara más que leer. Y mi madre lo sabía muy bien. Salí pitando para la cocina, a mezclar los huevos con el arroz y las papas. ¡Hay días realmente redondos!