Mis jueves otoñales de antaño
- MANUEL GARCÍA DÉNIZ
En aquellos últimos años de la década de los setenta y principios de los ochenta del siglo pasado, los novios seguían teniendo los jueves como día de visita de las casas de sus probables futuros suegros. Se sentaban a la tardecita, no más tarde las nueve de la noche, en el salón de la casa, al lado de la novia, pero sin pegarse demasiado que, en cualquier momento, podían entrar, sin avisar, algún hermano o los propios padres de la muchacha con la excusa de ir a una u otra habitación. Yo no tenía edad todavía de esos menesteres. Mis jueves eran tan deseados por irme a cazar, no a casar.
Los jueves y los domingos, desde el primer domingo de agosto hasta el primero de diciembre, se levantaba la veda. Los domingos iban mis hermanos con sus amigos y me llevaban a mí. Pero, los jueves, sus obligaciones laborales me permitían a mí echarme al campo sin el control ni supervisión de ellos. Por la mañana iba a clase, hasta las dos. Salía casi corriendo, llegaba a mi casa, me cambiaba de ropa, comía casi de pie, ante el cabreo de mi madre, y me iba. A veces me acompañaba Juan Jesús Betancort, un poco mayor que yo pero que aceptaba que liderará el rastreo. Metía el hurón en el corcho, soltaba a las perras, a la vieja Paloma y a su hija Zira, y salía hacia Peñas Blancas y Peña del Gato, cruzando el enarenado de la trasera de mi casa, saltando desde la era de los Bilbao a la Alcogida de los Barreto y cruzando la carretera de Conil a la altura del camino de Peñas Blancas. Aquí ya empezaban las perras a separarse y encontrarse mientras seguían rastros frescos de conejos ya en alerta por lo avanzado del periodo de caza.
La caza con perro y hurón, sin escopeta y sin intromisiones en el trabajo de los animales, es una manifestación casi natural entre depredadores y roedores herbívoros. Eres casi un mero observador. Me gustaba mucho ver la elegancia con la que mis queridas perras se movían por el campo, buscando entre aulagas y paredes el esquivo conejo. En realidad, las perras eran de mi hermano Ángel, aunque dejara a mi cargo su cuidado diario. Mis perras, aunque no eran mías, eran uno de mis principales capitales. Les echaba agua y comida, vigilaba que no se llenaran de parásitos y las soltaba todos los días un rato para que estirasen la patas.
El hurón muerde
El hurón ya era otra cosa. Lo llevaba porque era necesario para sacar los conejos de las paredes y las bocas, que así llamábamos a las cuevas de entrada pequeña y largo recorrido subterráneo en el que se escondían los conejos nada más detectaban nuestra presencia. Pero no me gustaba. En realidad, me daba miedo aquel bicho con una flexibilidad casi infinita y una velocidad de movimiento de la cabeza imprevisible. Me mordió muchas veces. Unas cuando lo iba a sacar del corcho, el transportín que usábamos para llevarlo, y otras al querer recuperarlo después de meterlo en la pared. Había que cogerlo por el cuello, si lo cogías ya no había problema, no llegaba a morderte.
El momento peligroso era el del lance. Cuando creías que no te estaba viendo y acercabas tu mano a su cuello de forma rápida. Y sentías el dolor de sus dientes clavados en el pulgar y el calorcito de la sangre extenderse por el interior de la mano. Te retirabas de un salto y maldecías al animal. Era más fácil cogerlo cuando ya tenías alguna pieza. En ese caso le acercabas el conejo y el hurón se tiraba a él ciego de rabia y voracidad y no se percataba de la llegada de tu mano cautivadora. Al final acabamos cogiéndolo por el rabo, parecía más seguro porque no llegaban con su boca a la punta del rabo. Y así convivíamos. Pero no me gustaba. Cero patatero. En cambio, mis perras eran todo lo contrario.
La mayoría de las veces, en esas tres horas contadas de luz de las tardes otoñales, no cogíamos pieza alguna. Pero, en cambio, siempre dábamos con algún conejo que nos ponía delante el escenario de recreo buscado. A veces, el encuentro se producía al lado de unas tuneras, otras en una aulaga, o debajo de la higuera que había en la hoya de Peña del Gato o en alguna pared o paredón de los muchos que hay en la zona de Tías. Cuando el encuentro se producía en una pared, me gustaba menos. Significaba que el personaje que tendría que entrar en acción era hurón. Había que sacarlo del corcho, meterlo en la pared y desear que el conejo no quedara bloqueado en algún recoveco y que lo matara dentro. Si era así, perdíamos toda la tarde quitando piedras, desmontando la pared, para coger la pieza y recuperar el hurón, que se queda por horas succionando la sangre de la yugular de la pieza ya vencida.
La soledad deseada de los jueves de caza
A mí, lo que me gustaba de esos jueves, era la posibilidad de pasear por el campo. Si estaba recién llovido, con el día nublado, y el ambiente cargado de iones positivos, mucho mejor. Me ponía alegre, aunque el hecho de que el suelo estuviera mojado complicaba el rastreo de mis dos perras. Me encantaba verlas, con su caminar alegre, moviendo su rabo, afanándose en encontrar la pieza deseada. Una, Paloma, que había sido un portento de cazadora, aunque no era una podenca con pedigrí sino fruto de una mezcla entre canes con celo y recelo en un pueblo donde siempre se oían perros ladrando, prefería olisquear las paredes. Conservaba un buen olfato, a pesar de los años. Cuando la veía saltando de un lado para otro, encima de una pared, moviendo el rabo como si no hubiera un mañana, salía corriendo hacia ella porque ya sabía que allí había pieza. Al poco, empezaba a ladrar. Tocaba huronear. Mi gozo en un pozo. En cambio, Zira, cuando no iba detrás de su madre, se entretenía buscando en las aulagas. Y todavía alguna vez se quedaba jugando con lagartijas en lugar de centrarse en la búsqueda de los conejos.
Dos perras, un conejo, un espectáculo de la naturaleza
El momento estelar, el más bello de la jornada, era cuando veías a las dos perras, una detrás de la otra, progresar, entusiasmadas, detrás de un rastro fresco. Desde lo alto de una pared, de pie y expectante, ves, de pronto, que las dos perras se quedan paradas, con el rabo tieso. No se mueve nada, hasta el viento parece que se ha ralentizado. Solo ves dos perras y una aulaga delante de ellas. Pero ya sabes que hay alguien más agazapado detrás de ese arbusto. Seguramente ya se ha dado cuenta de la presencia canina y esté atemorizado. Y ya ha movido alguna parte de su cuerpo, porque los rabos de las perras dejan de estar quietos para moverse como veletas sin control. Y estalla la sinfonía de Beethoven.
El conejo sale a toda mecha, en busca de una guarida y mis perras, que no son mías, salen detrás de él con alaridos entre festivos e intimidatorios. Durante unos doscientos metros ponen a prueba sus velocidades, sus estilos de carrera, y la capacidad para soportar quiebros y cambios de sentido. Al rato, una perra va para un lado y la otra para el otro. Ambas dando saltos de desconcierto. No ven al conejo, cruzó una zona de piteras y se hizo invisible para ellas. Hoy ganó el conejo, nos volvemos a casa con las manos vacías pero el corazón contento. Las perras llegan a casa, exhaustas, hambrientas. Les pongo agua, comida y espero a verlas acabar. Me miran, se meten en sus respectivas casetas, se enroscan en sí mismas y se quedan dormidas. Fin de un jueves de otoño feliz. Quizás ahora esté algún vecino o vecina enamorando con su novia o novio, pero dudo mucho que puedan superar, al final del día, la satisfacción que me dan mis animales estos días, estos jueves.
Los jueves eran míos, los domingos yo era de ellos
Los domingos de caza eran completamente diferentes. Ahí yo era el niño, el hermano pequeño, algo así como la carabina que acompaña a las nuevas parejas por orden de los padres de la chica. Me gustaba pero yo no era nadie. Me protegían pero no me pedían opinión ni me dejaban actuar, aunque me lo pasaba bien con mis hermanos, con los hermanos Emiliano y Eugenio Martín Duarte, con Manolo El Mecánico, con Teodoro, con Luis, con los hermanos Fontes, con mi primo Manolo, con todos con los que íbamos los domingos a cazar, por expreso deseo de mis hermanos, que eran los que decidían con quién y adónde y cómo íbamos a cazar los domingos. Debo reconocer que conocí muchas zonas de Lanzarote, entre ellas Los Ajaches, Famara, Pechiguera y las paredes de Tahíche, gracias a estas salidas al campo en cuadrillas de caza, con amigos, perros y hurones.
También aprendí a hacer un corcho, el traspontín donde llevábamos el hurón. Había que buscar primero, entre las piteras silvestres que había por Peñas Blancas, un pitón bueno. Había que cortarlo y quedarnos con la parte de atrás. Dejábamos un trozo de unos 25 cms. el más gordo, y lo vaciábamos por dentro, le colábamos una placa metálica fija por un lado, con agujeros para que respirara el animal, y por el otro, también metálica, preparábamos una puerta con su correspondiente ganchillo para cerrarlo. Le ponías una correa para llevarlo al hombro y ya estaba. También se compraban hechos.
La tarde que casi pierdo a Paloma
Hubo un día, uno de los últimos jueves que fui a cazar, que me llevé el peor susto, fue el día que temí por la vida de mi querida y vieja Paloma, que en realidad no era mía. Ese día decidí ir a la falda de la montaña Bermeja, cerca de Conil. Vi a la Paloma quieta, delante de una pared, y movía la cabeza de un lado a otro, como intentado ver mejor lo que estaba viendo no tan bien. Creí que estaba viendo un conejo y le grité "entra" para que fuera a por él. La perra respondió de forma inmediata a mi requerimiento y cogió por la barriga a su presa, que le clavó las uñas en la cara y se quedó agarrado allí desafiante, haciéndole un daño terrible a la perra. Obviamente, no era un conejo. Era un gato salvaje o asilvestrado y la perra estaba en peligro. Me puse nervioso, no sabía qué hacer, tenía miedo que se me tirara a mí si me acercaba y, por otra parte, temía la reacción de mi hermano cuando viera a su perra, que sí era de él, malherida. Entonces pasó algo completamente inesperado y desconocido para mí. Paloma se va hacia una piedra que sobresalía afilada del terreno, con el gato empotrado en su cara ensangrentada. Se acerca a la piedra, levanta el cuello lo máximo que puede y empieza a golpear con enérgica voluntad al gato hasta que este cae sin vida al suelo. Se alejó del lugar y vino, dócil y dolorida, a mi lado. La acaricié y salí corriendo para mi casa a curarle las heridas. Pero aquella reacción de mi Paloma, que no era mía pero yo si era de ella, no he podido olvidarla nunca. Una perra que ya superaba los diez años, que tenía problemas visuales, acaba de actuar, por puro sentido de la supervivencia, de una forma que yo consideraba exclusivamente reservada a los humanos.
Historias del campo
Tengo mil recuerdos de aquellos perros y perras que vivieron con nosotros en nuestra infancia. Paseando con ellos por el campo, viéndoles disfrutar mostrándonos sus habilidades, acompañándome en tardes de jueves de soledad deseada. Aquella forma de cazar, en aquel ambiente rural de mi Tías natal, nunca me pareció una agresión a nada. Era disfrutar de la naturaleza. No tenía nada que ver con aquella imagen de muerte, truculenta, de la matanza que nunca pude resistir. Esos recuerdos forman parte de mi infancia, como todos los demás, y gracias a aquellas aventuras puedo decir que conozco los alrededores de Tías como la palma de mi mano.