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Paquita

 

La agenda siempre está a expensas de lo que quiera el diablo. Incluso en plena Semana Santa. Este sábado lo tenía marcado en mi calendario como día de celebración desde hace meses. El 8 de abril, era el día elegido por mi hermana Esperanza para invitarnos a compartir con ella el día y hacernos partícipes de su alegría por el desarrollo positivo de su tratamiento. La idea era disfrutar de una sobremesa entretenida con familiares, después de pasar la mañana de caminata con mi buen amigo José Alberto Reyes, su primer paseo por los alrededores de Tías con sus 70 años recién estrenados. Había dejado para el próximo martes mi reencuentro con mi suegra en Gijón, que hace unas semanas ya me había preguntado qué repostería asturiana quería que me preparara para atemperar mi devoción por estas exquisiteces y su experta mano cocinera. Pero el día feliz se truncó ya temprano, apenas cruzábamos la carretera de San Bartolomé para dejar atrás el Barranco de Las Truchas y entrar en la falda de Montaña Blanca.

La llamada de su hija, lógicamente destrozada por la pérdida, me devolvió a una realidad distinta, a un día negro, donde se hizo más presente el recuerdo de mi suegra, de Paquita, que la de mi amigo Pepe, que intentaba estar sin molestar cuando yo me ausentaba, mientras avanzábamos, para revivir en el recuerdo momentos inolvidables con aquella señora castellana que construyó su mundo en Asturias y me acogió ya adulto en su familia, convirtiéndose en un sostén imprescindible de la mía mientras pudo y se resistió siempre a más reconocimiento que el afecto compartido conmigo y los míos, que también eran los suyos.

Su amor y entrega ilimitados por sus nietos y nietas, su total desprendimiento de lo material, su absoluta disposición para ayudar en cualquier momento me cautivaron desde el principio de nuestra relación tardía. Y esos valores los supo transmitir a sus descendientes, primeros y principales beneficiarios de los suyos.

A veces, su voluntariosa y decidida entrega, siempre dispuesta para hacer ya lo que a mí no importaba dejar para mañana, yo lo vivía como una exigencia insoportable. Aunque, cuando accedía yo a hacerlo en su tiempo, comprendía que, aquello que ya estaba hecho, mañana hubiese estado todavía sin hacer. Ella sabía que mañana ya había sido ayer y que ayer no podía ser otra vez mañana. Paquita era un portento de mujer, de carácter, de tesón, pero también de sensibilidad a flor de piel. Nadie como ella me mimó como lo hacía mi madre. Ni tampoco mis hijos mayores encontraron otra mujer que les hiciera revivir sus experiencias con sus abuelas ya desaparecidas con el mismo cariño que atendía a su nieta, mi hija menor. Me emociona recordarla, revivir en el recuerdo su permanente empeño en agradarme siempre, ya fuera de palabra o de obra, con una papas rellenas que convirtió en mi comida preferida o con la repostería asturiana que me metía en la maleta, aunque le dijera que estaba a dieta severa.

Asturias para mí era Paquita, su casa, su familia, su gente y sus circunstancias. Su pérdida me hace menos natural el Paraíso Verde. Disfruté sus últimos 23 años de los 89 que cumplió el pasado mes de enero, pero me alegro tanto de haber dado a mi hija hasta hoy mismo una abuela como ella.

Te quiero, PAQUITA. Siempre estarás con nosotros.

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