¿Astrid o actriz?
- MANUEL GARCÍA DÉNIZ
Cualquiera de mis lectores habituales conoce dos cosas de mí.
Mis profundas convicciones socialdemócratas y mis simpatías por la líder del PP de Lanzarote conviven en el baúl de mis rutinas como una contradicción propia de mis vivencias profesionales. Cansado de aguantar el envoltorio socialdemócrata del mentiroso y destartalado PSOE que se ha instalado actualmente en Lanzarote, empecé a valorar la preparación, la fuerza y la inquietud política de una Astrid Pérez que, por lo menos, parecía dispuesta a solucionar cosas que se esconchaban un día sí y otra también mientras el PSOE, con Eva de Anta al frente, y sin mayoría suficiente para decidir nada, ni voluntad suficiente para facilitar una salida beneficiosa para los ciudadanos, se eternizaba en un relato mentiroso creado, dirigido y escenificado por un Carlos Espino, imputado por la propia denuncia presentada por Astrid Pérez, cuando era la presidenta y consejera delegada de los Centros de Arte, Cultura y Turismo del Cabildo de Lanzarote (CACT). Veía a Astrid Pérez como la antítesis de Carlos Espino. Una mujer que se decía más de derechas que nadie (Carlos se define más de izquierdas que nadie), que respetaba el erario público (Al revés que Carlos, que ella denunciaba como derrochador de los fondos públicos) y quería hacer cosas, dar soluciones a problemas de los ciudadanos (A diferencia de Carlos Espino, que parecía más interesado en el marketing público y en solucionarle la vida a su entorno inmediato para salvarse la suya propia). Era el doble juego de estar dispuesto a criticar a líderes de un partido, que me podría ser afín, por su mala praxis, y, a la vez, reconocer virtudes de la líder de un partido por el que no siento, ni he sentido nunca, la más mínima atracción.
Confieso, además, que no es fácil escribir ni criticar a nadie en esta isla cuando está en el gobierno. Se corre el riesgo de entrar en barrena financiera de forma inmediata. Por eso no debe extrañarles tampoco que en la mayoría de los medios se reproduzcan las declaraciones de Astrid Pérez, de Dolores Corujo, o del propio Carlos como si fueran verdades absolutas o adobadas con comentarios de palmeros entusiasmados por los contratos que tienen o que esperan. Pero esto tampoco es nuevo. Lo he estado viviendo (y sufriendo) durante mis más de 30 años de profesión, tanto cuando trabajaba por cuenta ajena (y eran los propietarios de los medios los que venían a presionarme, con poca fortuna, por cierto) o, ahora, por cuenta propia, donde resisto los embates y los envites por mi convencimiento de que hay que ganar dinero pero que hay que hacerlo desarrollando la profesión. Nadie le perdonaría a un carnicero que le diera gato por liebre, ni a un panadero que le pusiera harina en mal estado al pan o al restaurador que adulterara el alcohol en beneficio propio y con claros peligros para el consumidor. Ya sé que eso no se paga. Que el lector lee pero no paga. Ahora ni tan siquiera el euro y pico que antes le costaba comprar el periódico. Pero siguen siendo ellos, o sea usted, o ustedes, los que dan y quitan credibilidad. Me refiero a los lectores de verdad, no a los que leen para saber lo que se dice de ellos, y arremeten desde cualquier trinchera contra uno porque ven enemigos allí donde no hay aceptación de sus burdas mentiras.
Todavía recuerdo los tiempos en el que Dimas Martín era el señor de la isla. Y casi todos adoraban al becerro de oro. Y a un servidor no se le ocurría otra cosa que denunciar sus atropellos y tropelías. Por algunas de ellas, comenzó su aventurara carcelaria. Y venían, entonces las presiones e insultos, de muchos, la gran mayoría, que después se fueron de su lado como si fueran los redentores, cuanto simplemente iban buscando mejor reparto de la tarta, como se ha demostrado en algunos casos también judiciales. Todavía guardo también el recuerdo de quien bajaba el volumen en las retransmisiones de los plenos de Teguise para ocultar las duras críticas del PSOE a Dimas y así cobrar el favor por partida doble. Paradójicamente, acabó haciéndose rico gracias a los gobiernos del PSOE. Tampoco me olvido cuando tenía que dejar en espera a Dolores, para atender las felicitaciones de Pepe Juan y también de algún abogado, y la solidaridad de Astrid, cuando me enfrentaba a pecho descubierto con el presidente del Cabildo, Pedro San Ginés, en tertulias televisas en las que me quedaba solo enfrente del gran timonel, herido también por los artículos que le escribía en este mismo periódico. Es que no entiendo el periodismo de otra manera, para ir contra los pobres, contra los débiles o contra la oposición ya están los poderosos. Es lo que han hecho a lo largo de toda la historia. Y seguirán, no se preocupen. Y algunos lo harán a pecho descubierto, y otros de forma sibilina, pero todos pasarán por caja a recoger su sobrito, al que se reducen sus creencias y voluntades.
Por eso, no puedo pasar el papel que está jugando Astrid Pérez en estos momentos. Entiendo su pacto con el PSOE y lo he explicado siempre como su última oportunidad de dar un salto al estrellado político, lejos de la CC que no la valoró lo suficiente, ni fue generosa con ella cuando tuvo la oportunidad. Nada que objetar, por mucho que pueda chirriar la conjunción del agua y el aceite ideológico. Pero sus mentiras con la causa abierta a Carlos Espino y a un par de amigos suyos (de Carlos), socialistas como él, y apoyos imprescindibles para su ascensión en el PSOE, son claramente insoportables. Todavía son peores las declaraciones chulescas de su escudero, el actor secundario Ángel Vázquez, que vive su experiencia de gobierno como si le hubiese tocado el gordo de navidad, que va cobrando poco a poco, viaje a viaje.
Aquella imagen de la Astrid rigurosa, profesional, respetuosa con el erario público y enganchada a la política para solucionar problemas de los ciudadanos se me desvanece irremediablemente. Y emerge, con fuerza, la actriz Astrid. La que nos quiere hacer creer que la que denunció a Carlos Espino, que la dijo que lo que hizo Espino era un delito, o un derroche o una sinvergüenzada era otra. O era ella en otro papel, en otra película, que nada tiene que ver con esta otra película que está interpretando. Que la culpa es de los periodistas, que no entienden que ella es una actriz, y que cada película es un mundo. Y que ella es una actriz, y no es ni aquella, ni esta, que eso son personajes que crea para vivir en el imaginario político. Porque la política es igual de mentira que el celuloide, y que la gente lo sabe, como lo saben los espectadores cuando van al cine. Ayer tocó denunciar a Espino. Hoy toca abrazarse a él. Y mañana el guión dirá. Lo bueno, como en el cine, es que los mismos actores y actrices sean capaces de interpretar cualquier papel, siempre y cuando se lo crean los espectadores. ¡Qué más da lo que digan los críticos de cine!¡De qué viven los críticos esos sino precisamente de criticar a estos actores y actrices y sus papeles varios!
P.D.: El problemas para Astrid (para Astrid, no para el personaje de sus múltiples guiones) es que, al final, nos vamos a quedar con la impresión de que el único delincuente de la esfera pública que ronda este nuevo gobierno es su propio marido, confeso y condenado, sin que nadie moviera un dedo por él, aunque se tratase de delitos que pudieran considerarse cuestionables.
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