La primera vez que me hice mayor
- MANUEL GARCÍA DÉNIZ
Me sentía mayor, aunque apenas tenía 12 años.
El hecho de llegar a la Segunda Etapa de la Educación General Básica (E.G. B.) de la época te daba carácter. Ahora, tendríamos un profesor por asignatura, lo que llevaba años envidiándoles a mis hermanas, estaríamos en clase con chicos y chicas de todo el municipio y empezaríamos a preparar nuestro viaje fin de curso en Octavo, antes de irnos para el Puerto (Arrecife) al Instituto. Era, claramente, otra cosa. Otro mundo lleno de nuevas sensaciones, de nuevos amores y de viejos sueños.
Entramos a formar parte del grupo de los mayores del colegio, a los que veíamos pasar para el ala norte con aires de grandeza, con barbas incipientes los chicos y faldas más pequeñas las chicas. Allí estábamos nosotros ahora y empezaríamos, incluso a dar inglés. ¡Nosotros dando Inglés que no habíamos salido del municipio, si exceptuamos Arrecife y algún pueblo más. Y en todos hablaban castellano, aunque cada uno a su manera y siempre distinto a los peninsulares, que eso estaba muy mal mirado.
En la Segunda Etapa, empecé a tener profesores peninsulares, pero precisamente la de Inglés era de Lanzarote, Doña Mercedes, la mujer de mi anterior profesor Raimundo, que tenía menos paciencia que él, aunque no podía más que reírse de nuestra pronunciación de “Housewife” que convertíamos en “Orzowel” a la menor de cambio. Es que la cosa tenía tela, pasamos de estar cogiendo hierba para las cabras, jugando con un aro o al boliche a hablar la lengua de Shakespeare. Pero los peninsulares nos invadieron el claustro en un santiamén. Matemáticas, con don Antonio Macias, un profesor extraordinario; Naturaleza, con don Marcos, unos años, y otros con el manchego Antonio del Pozo, Deportes y Geografía, con Martínez los primeros años y con el joven, de derechas, don Pedro Abarca, al que hinchábamos a patadas en los partidos de fútbol en clase porque creíamos que le gustaba a nuestras compañeras. Cada vez que Pedro Abarca se acariciaba su barba y cabellera, el suspiro de las chicas se nos clavaba en el alma como un puñal.
También estaba la pequeña Celia, la vasca de aspecto frágil pero marcadas convicciones de izquierda y altos valores pedagógicos. Nos daba Lengua y los lunes elegía dos o tres redacciones que habíamos hecho durante la semana pasada y nos las hacía leer. Ella me hacía los lunes más agradables. Raro era el lunes que no me sacaba, porque casi siempre estaba entre los elegidos. Yo ya disfrutaba escribiendo y leyéndoles mis creaciones. Recuerdo una que era describir a la profesora. Y se puso roja como un tomate. Recuerdo que empezaba: “Mi maestra de Lengua se llama Celia. Es una mujer pequeña, vasca, con marido grande, que está enamorada de su bonito perro pastor alemán…”. Las carcajadas de mis compañeros y compañeras inundaron el aula hasta el punto que Celia acabó metida debajo de su mesa, más roja que un tomate. Todos coincidíamos que sus dictados eran muy fáciles. ¡Si pronunciaba hasta las zetas! Eso era tanto como decirnos cómo teníamos que ponerlo! También tuvimos otra profesora de inglés, Montaña, que era muy dicharachera y habladora, aunque lo hacía todo el tiempo en español. ¡Me da que quería que le entendiéramos!
El encuentro con los chicos y chicas del resto del municipio fue un salto de calidad. Sobre todo con las chicas, especialmente las de Puerto del Carmen, que el contacto con el turismo incipiente en sus playas las hacía más modernas. Después de años encerrados en clase con los mismos chicos y chicas de pueblo de Tías, el aluvión de mozos y mozas nos cambió la vida. No siempre para bien, porque, sobre todo con los chicos de La Tiñosa, había una rivalidad que no siempre pudo solucionarse con palabras. En cambio, con las chicas, era todo lo contrario. De aquella época recuerdo de Mácher a Catalina, Aníbal, Blancanieves, Fernando, Maximino, Pedro, Fátima, Esther y alguno más habría. De La asomada, a Pepe Díaz y a Bonilla. De Conil, a los hermanos Aparicio, a Juan y Antonio, a su vecino Manuel y de Masdache, a José Domingo Machín, al que creo que no he vuelto a ver desde aquellos tiempos. De la zona de Bilbao, en La Geria, venía Inmaculada. Pero de La Tiñosa, que estaba en pleno crecimiento turístico, venía la guagua cargada a primera hora, no siempre en un ambiente tranquilo. Y allí, apoyados en el muro, estábamos nosotros esperando que se bajaran las chicas. Allí viene Juanita, más atrás Hilda, al lado Bienve, María y Beatriz, que era mi prima pero que apenas nos conocíamos, aunque hicimos buenas migas en esa etapa. Juro que no lo hice para acercarme a sus amigas. También, desde luego, veíamos bajar a los chicos. Adrián, Félix, Amadeo, Pepe, Aquilino, Cuco, Goyo y un montón más. Unos estaban con nosotros en clase y otros no. Pero en los recreos, donde a veces jugábamos al fútbol enfrentándonos por cursos, en un polvoriento campo con dos piedras de portería en el patio, nos íbamos conociendo todos. Así conocí al que hoy es el alcalde del municipio, Pepe Juan Cruz, que nunca fue muy deportista pero sí jugaba estos partidos, y a Chalo Fernández, de Tías, una de las mejores personas que conocí. Era mayor que yo, pero tenía una educación y generosidad muy superiores a la que se frecuentaba en aquel patio de colegio nuevo, a medio acabar.
Los años de la Segunda Etapa fueron buenos años. De 12 a 15 años, uno experimenta tantas cosas nuevas. Cada día es un nuevo descubrimiento, o lo es en la clase, o en el recreo, o lo es en los entrenamientos de fútbol, o lo es al rozar, sin querer, a una compañera y descubrir que ella también está creciendo. A veces, una simple sonrisa de la espectacular danesa Karina, nuestra compañera extranjera, servía para despertarnos de nuestro letargo y soltarnos en la pura adolescencia. Por eso, en la Segunda Etapa, también podían darse pequeños tropiezos, ante tantas hormonas revoleteando. Algunos bajaban la guardia y repetían y acababan en nuestra clase hermanos con distinta edad, cuando nosotros ya estábamos acostumbrados a que Pedro y Toño, los gemelos, fueran “nuestros únicos hermanos” en clase. Así se reencontraron Ángel Marcial y Antonio María Hernández o Antonio y Juan Pedro Aparicio.
En Octavo, el último año, ya con 15 años, nos preparábamos algunos para ir al Instituto, otros a Formación Profesional pero, la gran mayoría, sobre todo los repetidores, ya abandonaban la educación para ir a trabajar en un mercado laboral altamente demandante de mano de obra. Octavo fue octavo. El culmen de ocho años de convivencia en las aulas con gente como Clari Umpiérrez, Nieves Bermúdez, Sicilia, Doly, Clary Bernal, Clari, Begoña, Loli, Luisa, Camacho, Juan Ramón, José Ramón, Tino Marrero, Carmelo Montelongo, Javier Díaz, Inma Ferrer, Nery Cedrés, Inma Cabrera, Manuel Reyes, Laura Betancort, Loli Díaz, Pedro Cañada, Moises, entre otros. Pero también era el año de preparar el viaje de fin de curso.
En los recreos, salíamos media hora antes para hacer bocadillos y vendérselos al resto de los alumnos del colegio. Había que recaudar para pagarnos el viaje a Andalucía. Y no era una actividad sin riesgo. Bernabé se cortó en una ocasión la mano con el cuchillo y tuvimos que salir con él para urgencias disparados porque perdía sangre como si fuera a hacer morcilla. También rifamos una bicicleta. Y mira por dónde, se la ganó un niño que no conocía de nada que era hermano de Fátima Cruz, mi compañera. Y ese chico al que yo le entregué la bici, la primera que tenía en su vida, no era otro que mi amigo Gustavo Cruz, conocido desde hace más de veinte años como “el hermano del alcalde” porque, efectivamente, es el hermano menor de aquel chico, tímido y de risa fácil, Pepe Juan, que conocí en un recreo jugando al fútbol y que fue elegido alcalde catorce años después.
En Octavo, sí que nos sentíamos todos ya unos hombritos y unas mujercitas. Nuestros cuerpos habían cogido ya formas más musculadas, poses de jóvenes y la barba ya empezaba a aparecer. Y se notaba también en nuestra forma de relacionarnos con los profesores, a los que ya casi tuteábamos. Pero fue una mala experiencia la que me llevó a valorar mucho más la valentía de aquellos chicos y chicas que compartimos nuestro último año en el “Alcalde Rafael Cedrés”. En ese momento, nosotros éramos los alumnos mayores del colegio, los del último curso. Así que en clase, con el tutor, en el ratito que dedicábamos a los preparativos del viaje, una compañera levantó la mano y preguntó al profesor que cuánto dinero teníamos ya ahorrado para el viaje. El profesor, todo elocuente, nos dijo una cantidad bastante generosa y todos empezamos a aplaudir y a gritar. Pero la misma chica volvió a levantar la mano y le dijo al profesor que sería mejor que nosotros tuviéramos el extracto de la cuenta, para conocer lo que teníamos en cada momento. El profesor, con una cara de circunstancias, dijo que sí, que efectivamente, que mañana nos lo traía. En ese momento, era el mes de marzo, se puso a llover y las gotas estallaban en la ventana como si se aproximara una tormenta.
Ni mañana, ni la semana siguiente. Ya en pleno abril, nos empezamos a organizar entre nosotros, pedimos auxilio a otros profesores y estos le hicieron llegar nuestras quejas a nuestro tutor. Se pusieron de nuestra parte y nosotros salíamos también en defensa de la compañera, que desde aquel día era ninguneada por el profesor en cuestión. Al final, un día, a primera hora, el tutor entró y nos hizo las cuentas. Había poco más de la mitad de aquella cantidad que nos dijo el día de la tormenta. Pero los profesores nos pidieron que tiráramos para adelante con eso pero que cambiáramos de manos la custodia de nuestros ahorros colectivos. Así lo hicimos. Hasta el final del curso, las clases con nuestro tutor fueron tensas, llenas de desconfianza pero también las vivíamos con el orgullo de haber entablado una batalla desigual, con un rival más poderoso que nosotros, que tuvo que ceder, porque no aceptamos ni chantajes ni intimidaciones.
Mis compañeros consiguieron ir a Andalucía de viaje de fin de curso. Al volver, me contaron mil historias que me hubiesen gustado compartir con ellos. Mi maleta estuvo sin deshacer durante las dos semanas que estuve ingresado en el hospital, casi volvía a Tías al mismo tiempo que ellos volvieron a sus casas. También yo había tenido mi primera experiencia, mi primera operación, y volví a casi sin un diminuto trozo de tripa, que había caído en apendicitis. No era el viaje que esperaba pero, la noche antes del vuelo, el dolorcito de estómago que me creía que era causado por los nervios del viaje, acabó en convertirse en insoportable. Mi madre llamó a mi cuñado, me metieron en el coche y, a toda velocidad, me llevaron al viejo hospital capitalino Nuestra Señora de los Volcanes y, de urgencias, el cirujano me quitó lo que ya no era mío. Y allí conocí a Lupe Duarte, una enfermera muy simpática, que me dijo que era de Mácher. Pero eso ya es otra historia.
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Felicidades por ello Déniz