La cocina, desde la despensa al huerto
- MANUEL GARCÍA DÉNIZ
Paseaba por un mercado de Helsinki, mirando los productos, buscando un quiosquito donde poder probar el salmón a la plancha.
De pronto, veo a una señora con un cucurucho lleno de cosas verdes que iba abriendo en sus manos y comiéndose los granos. ¡Eran arvejas! ¡Y se las comía crudas! El flash me llevó a comprar una bolsa para mí, ante la sorpresa de mis acompañantes, y a sumergirme en mis recuerdos de infancia rural. Mientras desgranaba aquellas vainas grandes, y me metía en la boca los granos de arvejas verdes, me veía con una talega cogiéndolas en las Quinzuelas, en el morro de la tierra que llamábamos de Juan, directamente de las matas, para que mi madre preparara un potaje. El proceso de recolección era sencillo; Al principio, en los primero lances, metía dos vainas en la saca y cuatro presionaba para que se abrieran y pasándoles el dedo las dejaba caer en mi otra mano para llevármelas a la boca. A medida que iba saciando mi antojo, iban cayendo más vainas en la bolsa hasta que dejaba de comer y llenaba la saca y me volvía a mi casa. Si era menester, antes de llegar al camino, me dirigía a los tomateros y agarraba el tomate más hermoso, lo limpiaba un poco y me lo llevaba a la boca, sintiendo como el corazón de la baya se deshacía dándome una sensación de frescor dulzona inolvidable.
Cuando me hablan del “kilómetro cero” como una alternativa para en el futuro proveernos de alimentos frescos de producción cercana, a mí me llevan al pasado. En los años 70, cuando Lanzarote era una isla pobre, de marcado ambiente rural y pequero, las casas eran un ejemplo del dichoso “kilómetro cero” o menos, si se puede. En una época donde los productos de exportación eran las cebollas y los tomates, a nadie se le ocurría ir a la tienda a comprar estos productos. Eran de producción propia. Así que la ensalada mixta ya estaba casi hecha. Pero es que junto a ellos, a esos dos productos de exportación, se plantaba de casi todo, a pesar de ser cultivos de secano. En el huerto que la gente tenía en sus casas, no faltaba el hierbahuerto, que algunos llaman hierbabuena, las pimientas para el mojo, ni los pimientos. También tenían tomillo, perejil, ajos, zanahorias, coles, pepinos y calabazas, entre otros. En el enarenado cercano, también plantaban papas y dejaban caer en el surco semillas de rábanos, para acompañarlo con gofio como extra en los potajes y caldos de pescado. Además, en las zonas marginales de las fincas, aquellas que eran menos productivas para los cultivos de exportación, plantaban todo tipo de granos para el potaje y para hacer gofio.
Había tierras plantadas completamente de cebadas, lentejas, arvejas, chicharos, garbanzos o millo, pero la técnica de cultivo tenía diferencias. En el caso de las lentejas y la cebada, el agricultor esparcía las semillas por el terreno polvoriento y después araba el terreno, quedándose la semilla enterrada en el proceso. Había quien araba con burro y quienes lo hacían con camello. Los burros eran más frecuentes, rara era la que casa en la que no había uno o una burra, pero los camellos eran más eficaces en ese trabajo, aunque necesitaban sus dueños de un mayor nivel de aprendizaje. Así, había hombres que tenían un camello y el instrumental para arar y rastrillar y vendían sus servicios al resto de los agricultores. Ellos se dedicaban a arar y rastrillar tierras ajenas, además de las de ellos, por lo que cobraban un jornal. Recuerdo a Gabriel Díaz en Tías con su camello dando pases y más pases, ordenando a su camello al grito y con suaves tirones de cuerda. La tierra de Miguel Díaz, enfrente de casa de mis padres, que hoy está ocupada por la urbanización de Los Lirios, se araba todos los años, se plantaba de cebada y lentejas, y yo disfrutaba viéndoles. En el caso de las arvejas, los chicharos, los garbanzos y los millos es diferente. Son mucho más exigentes. Tienes que enterrarlos en la tierra fértil, a dos palmos de rofe o el polvillo, y para eso ya era necesario hacerlo con el plantón después de abrir el surco, como también se hacía con las papas y las cebollas, o a cazolejas, haciendo hoyos separados en la tierra y metiendo la semilla en la tierra. La mayoría de la gente plantaba granos para su propio consumo, los trillaba en la era y los guardaba en pequeños sacos en la despensa para ir usando durante el año. Con la planta seca, la paja, hacía los pajeros e iba alimentando a los animales con ellos cuando no había hierba fresca que darles.
La economía de subsistencia tenía otra pata en los animales. Rara era la casa de Tías, quitando unas cuentas en el centro del pueblo, que no tuviera gallinas, cabras, conejos y algún cerdo. Era todo también para consumo propio. Tenían de dos a cinco cabras, unas decenas de gallinas, unos cuantos conejos y un cerdo que engordaban con los sobrantes de la casa y con tomates para luego hacer la matanza. En muchas casas también había podencos y hurones, estaba muy extendida la caza del conejo, fundamentalmente, y la perdiz.
En Tías, recuerdo dos grandes rebaños de cabras, el de Marcial Díaz y el de Felipe, que se dedicaban al pastoreo y vivían de vender la leche y la carne. Pero después había otros pequeños rebaños, de siete a diez cabras, aproximadamente, que los hijos adolescentes llevaban a cuidar al campo. A veces acompañaba mi vecino Orlando Valiente, detrás de su casa, a cuidar las cabras y allí nos encontrábamos con Villalba, que también tenía sus cabras, y acabábamos jugando los tres mientras los animales pastaban. En estos foros eché mis primeras agarradas de lucha canaria y más de una vez me llamó a capítulo mi madre por llegar todo enterregado, con los pantalones rotos y oliendo a macho cabrío. Aunque esto último no era por luchar sino porque nos subíamos, tipo burro, encima de un macho portentoso que tenía para preñar a las cabras.
El otro ganado pequeño, conducido también por adolescentes en mi zona, era el de los Umpiérrez, en más de una ocasión coincidí con Maximino y Pedro mientras ellos estaban con su rebaño en el campo, por el camino de Las Quinzuelas, y nosotros íbamos para la finca. Me gustaba aquel ambiente pastoril, de control de los animales, que le hacían caso y respondían a sus gritos y señales como si realmente hubiera una comunicación entre ellos. Me gustaba oírles “jairita, jairita”, cuando llamaban a los baifos o el “venga berrenda, fuera morisca” y cosas parecidas, donde cada cabra estaba perfectamente identificada.
En ese ambiente del pueblo de Tías de mi infancia, si uno comía papas y huevos, había que ir a buscar las papas a la despensa y los huevos al gallinero. Cuando oías el “clo, clo, clo” de la gallina, ya sabías que en el nido estaba el almuerzo. Si se preparaba un potaje, se iba a la despensa a buscar las lentejas y el ajo y al huerto en busca de la col, la calabaza y la zanahoria. De la tienda apenas se traía el aceite, el azafrán y el postre. Para desayunar, la cosa era muy parecida. Se ordeñaba las cabras, se hervía la leche y se le dejaba subir tres veces y si no se cortaba significaba que estaba buena para el consumo. Se iba al saco de gofio, hecho con el tueste de cebada y millo, se le ponía a la leche unas cucharadas y ¡qué rico!
Por muchas vueltas que le den, no habrá un “kilómetro cero” más completo, barato y saludable que aquel. Y tenemos, además, recetas riquísimas hechas con todos esos productos que desaparecen sin que nadie haga nada por su conservación. Y era, ¡válgame dios!, cuando no había agua para el riego y se dependía casi exclusivamente de que lloviera o no. Me imagino que sería una temeridad confesar que siempre he pensado que el Monumento al Campesino, lejos de ser un negocio cutre de restauración despersonalizada, podría ser el verdadero monumento donde se preservara esa gastronomía del “kilómetro cero”, con sus productos, instrumentos y recetas, sirviendo al turista no solo una comida rápida sino el sabor de una experiencia de “kilómetro cero” exitosa. ¡Ya lo dije!
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