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“Manolo, vete a la loja”

 Una de las ocupaciones de los adolescentes de la época de mi infancia, allá en los años setenta del siglo pasado, en mi rural pueblo de Tías, era ir a hacer la compra.

Nuestra madre nos hacía el mandado, lo memorizábamos y nos íbamos a una de las tiendas del pueblo. Ya les he dicho que Tías era un pueblo especialmente disperso, que se extendía a lo largo de la carretera general Arrecife- Yaiza, que se convertía en travesía allí. Así que había distintas zonas pobladas, separadas por importantes claros vacíos de construcción, que tenían sus propias lojas, tiendas pequeñas, en casas terreras, que atendían las necesidades del barrio y otros cercanos. Recuerdo hasta once establecimientos de estas características, aunque no todos coincidieron durante todo el tiempo. Después estaban las dos principales en el centro del pueblo. Estaba la de Domingo Ferrer, que acabó regentando después su hijo Pepe Ferrer y que se mantuvo hasta hace unos años, como supermercado principal del pueblo, hasta que lo traspasó al Hiperdino. Y también la de Antonio Díaz, enfrente de la de Pepe Ferrer, que cerró mucho antes.

Casi una docena de lojas

A las dos centrales, a la de Pepe Ferrer y a la de Antonio Díaz, íbamos cuando hacíamos una compra grande o cuando sabíamos que el producto a adquirir estaba más barato allí que en nuestra tiendita de referencia. La tiendita tenía la ventaja también de que fiaba a sus clientes. “Dice mi madre que se lo apunte”, era la frase con la que solía cerrarse la compra. Y tenía su importancia, porque en aquellos tiempos donde los vecinos se dedicaban, mayoritariamente, a la agricultura y a la pesca, había meses en los que escaseaba la liquidez a la espera de cobrar la cosecha, que se hacía a finales de junio, o cuando pudiera el intermediario. También las que tenían sus maridos o padres embarcados a la costa africana dependían de la vuelta del marino para tener liquidez.

En el Lugar de Abajo, los vecinos tenían la tienda de María Reyes, para conseguir sus víveres. También los chicos y chicas, cuando estábamos en la escuela de La Orilla, cruzábamos la carretera para ir por el bocadillo a casa de María. En el lugar de Arriba y Las Cuestas, la tienda de Perico Valiente era la de referencia. Donde había mayor acumulación, era la zona próxima al centro. Allí estaban las de Isabel Aparicio y Antonio Valiente, en la zona del Pavón y la tienda de Lila, cerca del ayuntamiento y del colegio, en la que era la calle General Francisco Franco en esos momentos y que hoy se llama Libertad.

Las tiendas del Hoyo del Agua

Las tiendas que quedaban más cerca de mi casa estaban todas por debajo de la carretera principal, en el Hoyo del Agua. Estaba la de Nieves la de Sicilia, pequeñita, como correspondía a la época que tenía una chapa grande pegada en su fachada de PEPSI, con solo esa marca como todo contenido. En alguna ocasión, creo recordar, vi que servía vino en vasos cortos a vecinos. Creo que fue allí, pero el niño que revoletea dentro mí, nervioso ante el aluvión de recuerdos, no mantiene una imagen fija, no retiene con certeza ese dato ocular.

Y después estaban, siguiendo el camino del Hoyo del Agua, a medio kilómetro de mi casa aproximadamente, la de Pilar, donde a veces también despachaban sus hijos Prudencio y Nena y su yerno Marcos,  y, cincuenta metros más abajo, en la misma esquina de la calle, la de Dolores. Más tarde, se instaló en la zona, a cien metros de estas, el Minimarket de Domingo Suárez, que no tenía mayor superficie, pero ya te permitía coger las cosas directamente y no pedirlas en el mostrador, como había que hacer en todas las demás, a excepción del supermercado de Pepe Ferrer, en el centro, que ya era otra cosa.

Las cuentas de Dolores

Cada tienda tenía sus características. Unas tenían más barato una cosa que la otra, o lo plátanos eran mayores, o la Mirinda o el Agua Firgas estaban más baratas y te daba más por devolverle el casco. Así que viendo el mandado ya sabías a qué tienda tenías que ir o si tenías que ir a las dos, a comprar una cosas aquí y otras allá. En algunas ocasiones, ya en el mandado venía explicitada la tienda o loja a la que había que ir. “Vete a casa Dolores, que los plátanos los tiene más duritos” o “vete a casa de Pilar, que tiene más baratas las velas, pero no te enlates mirando a los hombres jugar a las bolas ni entres en el bar”.

Bar, tienda y bolas

La tienda de Pilar estaba metida en un llano, no daba directamente a la calle. Estaba pegada al bar que regentaba su marido, Manuel Cabrera, que heredó su hijo Prudencio y todavía hoy sigue estando, aunque ya está arrendado a terceros y funciona como restaurante de comidas. Los días de fiesta o todas las tardes, e ambiente festivo de la zona se concentraba allí, aunque estaba reservado solo para hombres, que iban a jugar a las bolas y a las cartas, mientras se “jincaban” tragos de ron seco o de vino perrero, con tapas de pejines secos y manises. Las cartas y el alcohol no me llamaban. Pero las bolas sí. Aquel griterío que se montaba en la puerta de la tienda y del bar, mientras se oía cómo unas bolas chocaban contra otras a una velocidad de vértigo y una puntería que ni en el viejo oeste. Me gustaba verles llegar a la raya, marcada en el suelo para que todos tiraran desde el mismo sitio, alargar una pierna hacia adelante, llevarse la bola delante de los ojos, apuntar, soltar la bola con fuerza y ver como chocaba de lleno en la otra, del equipo rival, que salía desplazada con violencia de su sitio que era conquistado por la esférica nueva del otro color. En una ocasión, una de esas bolas, de imprevisible recorrido, acabó impactando en mi rodilla, mientras estaba sentado en el murito, viéndoles jugar. El que tiró la bola se acercó a mí, entre asustado e interesado, y le dije que no era nada, que no me dolía, mientras cojeaba yo más que el dueño del bar. Manuel se acercó también y me echó una reprimenda: “¡Cuántas veces te he dicho que no te quedes ahí, que te van dar con las bolas. Coge la saca y tira para tu casa, venga, que tu madre te estará esperando!”. La cojera se me fue quitando mientras iba por el camino. Al cruzar la carretera principal, ya no me dolía. Llegué a casa, le di la compra a mi madre, y me puse a leer unos comic de Jabato y Zipi y Zape, mientras se me quitaba el susto, que sí que todavía me duraba.

A la tienda, de urgencia

Había veces que ir a la loja era casi hacer los cien metros lisos. Aunque ya apenas se usa el término, loja se decía mucho en aquellos años para decir la tienda. Y no es una reducción de lonja sino que es un portuguesismo muy enraizado en Lanzarote y Fuerteventura. Cuando mi  madre, desde la cocina, desde donde ya salía un olorcito delicioso a comida, me decía aquello de “Manolo, vete a la loja” sabía que era una llamada de emergencia. Que había que ir corriendo, saltarte la cola y volver corriendo. Que sería un mandado de un solo producto, el que se le olvidó o se le gastó a mi madre sin que ella se percatara. “Muchacho, vete a casa Dolores y compra una botella de aceite “Matra” que no hay para freír los huevos y ya de paso traes una bolsa de leche en polvo LITA, que queda poca para la noche”.

Maldita la hora en la que mi madre metió un segundo producto, eso llevaría un retraso importante. Un producto no lleva cuenta, se paga sobre la marcha. Dos productos significa que hay que sumar el precio de uno al precio del otro y eso en  Casa Dolores, al igual que en otras tiendas, llevaba su tiempo. Dolores no sabía escribir ni leer. Lo que es toda una prueba de que la emprendeduría no entiende de estudios. Ella tenía su fórmula para sumar.  Cogía un papel de envolver y  empezaba. Imaginemos que la leche costara 20 pesetas y el aceite 27. Entonces ella cogía y lo pasaba a duros (moneda de cinco pesetas) Así para representar las 20 pesetas hacía cuatro redondeles grandes con una “x” dentro que significa 4 duros. Acto seguido, pone el precio del aceite. Que serían cinco redondeles grandes con una “X” y dos redondeles pequeños, que son las dos pesetas. Entonces, sumaba todos los redondeles grandes con “x”, que son nueve duros y los pequeños que son dos pesetas. Y así ya tenía la cuenta: Nueve duros y dos pesetas. Entonces le dabas un billete de cien pesetas, que son 20 duros y ella te daba la vuelta. “Toma, aquí tienes, 10 duros y 3 pesetas. No los pierdas”. Era muy entretenido verla hacer las cuentas de esa manera, cuando ya uno ya sabía sumar con siete años. Y demuestra la capacidad de aquella generación de imponerse a la adversidad para salir adelante.

Comentarios  

#2 Errata 04-11-2022 19:21
Por otro lado, felicidades por el artículo. Me ha gustado.
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#1 Errata 04-11-2022 19:17
Ni María la de Juan Melian se apellidaba Rodríguez, ni Manuel el cojo era Hernández de primero.
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