Gracias a la vida
- MANUEL GARCÍA DÉNIZ
Mi sobrino Juan, al que yo quiero como un hermano, nos convocó ayer a todos sus amigos y familiares más cercanos a compartir con él el día. Nos llevó a la "Casa de la Montaña", ubicada en La Asomada y propiedad del popular Teodoro Camacho, del que es familiar lejano, y nos agasajó con todo su amor y agradecimiento con la sencillez y entrega que le caracteriza. Juan Camacho García, mi sobrino que quiero como un hermano, celebraba sus cincuenta años. Pero, sobre todo, celebraba estar vivo, arropado por su mujer, su hija, sus hermanas, familiares, amigos y compañeros del trabajo.
El hijo varón de mi hermana mayor ha sido una persona acostumbrada a superar la adversidad como patrón de vida. Apenas siendo un niño, vio morir a su madre, después de verla sufrir durante años aquejada de un cáncer que la mataba día a día con un dolor inmenso, que no podía contener con aquella sonrisa tan inocente que mantuvo durante sus 33 años de vida. Lleno de dolor e incomprensión se incorporó, junto a sus tres hermanas, a nuestra casa, bajo la protección de sus abuelos, mis padres.
Juan, a los 8 años, se convirtió en el hermano menor que nunca tuve. Y en el hijo número 16 de sus abuelos. Intenté cuidarle, protegerle en honor a la hermana que tanto quería, pero cometía los errores de que quien, con 15 años, y siguientes, se considera segundo padre de su sobrino. Recuerdo con vergüenza las veces que le vigilaba y seguía cuando, con otros amigos, aprovechaba para echarse sus primeros tragos y cigarros, creyendo que estaba a salvo de la mirada de sus familiares adultos. Les caía encima como si fuera el grupo antidisturbios de la Guardia Civil y los chicos se dispersaban todos mientras él venía a mí entre asustado y cabreado. Le caía, al pobre, toda mi ira y mis peores reprimendas, hasta que mi madre, su abuela, su segunda madre, me recordaba que yo no era nadie para marcarle pautas al niño ni mucho menos para pelearle.
Juan habla emocionado en su cumpleaños. Agradece, con la voz entrecorta, a sus hermanas, a su mujer, a su hija, en definitiva, a sus mujeres cuidadoras, que hayan estado estos dos últimos años a su lado. En realidad, Juan no está celebrando solo su medio siglo de vida. Juan celebra estar vivo, poder sentir el frío de la montaña, los abrazos de su hija Silvia, los besos de Laura, su mujer, oír las folias entusiasmadas de su amigo Eugenio o discutir amistosamente con David y sus primos sobre lucha canaria o caza. Juan ha estado dos años luchando contra una enfermedad que se le antojaba difícil y compleja. Y muy latosa. Pero, ahora, celebra sus resultados médicos que le dan como ganador de esa dura agarrada. Ha sido un verdadero campeón, se ha entregado en cuerpo y alma y ha saltado al terrero dispuesto a derrotar al contrario. Y una vez más, ha ganado el chico al grande. Ha llorado mucho, ha sufrido mucho. En cambio, a mí se me saltan las lágrimas ahora, al verle sonreír, bailar, besar a los suyos.
Recuerdo a Juan de pequeño en los brazos de su madre, mientras su hermana mayor y yo, apenas nos llevamos un año, le decíamos a ella que cambiara la batería para poder seguir viendo los dibujos animados en la tele, porque la pantalla iba menguando ante la falta de energía. Mi hermana Carmen cogía a Juan con un brazo y con la otra mano cambiaba las pinzas de una a la otra batería y nos hacía los niños más felices de la tierra.
¡Cómo no voy a quererte, Juan!
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