Cada vez que mi hija mayor, Carolina, vuelve a casa y entra en mi despacho me hace la misma pregunta. Escenifica que hace un recorrido visual por las estanterías llenas, las sillas con montones de documentos y las mesas repletas de fotos, papeles y libros y documentos abiertos y acaba mirándome muy seria.
_ Papá, ¿Tú sabes lo que es el síndrome de Diógenes?
Me lo suelta sin pestañear, en algo se tenía que parecer a mí. Y, entonces, dejo de escribir, la miro y le contesto. Sin pestañear también.
_ ¿Tú sabes lo que es el periodismo? ¿Y el periodismo de investigación?
Se da media vuelta y se va. No sin antes dejar claro que con las técnicas de archivo actuales informatizadas y no sé qué otros rollos podría trabajar sin tener a la vista un solo papel. Y me lo dice como si yo no quisiera tener un solo papel delante de mi vista. Como si a mí me molestara escribir y contrastar con cinco o seis documentos abiertos. No fue fácil aprender a hacerlo así. Y no todos mis compañeros consiguieron hacerlo con la soltura que lo hago yo. Pero debo reconocerle que hay legajos, fotos, escrituras públicas y documentos varios que llevan conmigo más de treinta años. Son los restos de mi etapa de periodismo de investigación de los que no soy capaz, lo reconozco, desprenderme. Y lo intento.
Ahora mismo, más por vergüenza delante de mis familiares, porque su otra hermana, la pequeña, Adriana, también le da la razón a Carolina, que por convicción, me he puesto a hacer limpieza. Pero llevo dos días y no he tirado nada. Y estoy realmente asustado porque ante la visión de ciertos documentos, me temo que en lugar de tirarlos acabaré fotocopiándolos para preservarlos y garantizar su supervivencia. Y con esa actitud, lejos de reducir la masa documental, aumentará sin remedio.
Veo fotos amontonadas de mi paso por la VOZ, de muchos que hoy hacen como si nunca pasaran por allí, y de otros muy amigablemente en aquellos tiempos donde todo era “jijijaja”. Me topo con copias de cheques, con excusas manuscritas de redactores que no cumplían con su trabajo y de comunicaciones de jefes que no tenían edad ni para sacar el carnet de conducir. Repito, lejos de tirarlos me dan ganas de ponerme a escribir un libro de aquella época, mostrando qué eran y qué hacían los nuevos señores de la guerra en aquellos tiempos. Pero, antes de que me concentre en ello, una nueva carpeta con los tomos de la auditoria del complejo agroindustrial que llevó a Dimas Martín a la cárcel cae en mis manos. Fuimos los primeros en tenerla, gracias a la estrecha colaboración de un diputado de la época, que con ello quería evitar un pacto contra natura, que no solo se produjo sino que mi empresa de aquel entonces abrazó como un salvavidas en los bajos de una cascada. También fuimos los primeros en hacernos con la documentación de la subvención a Harimarsa, y allí gasté noches y días para extraer lo más jugoso de aquel regalo del gobierno presidido por el socialista Jerónimo Saavedra pero apuntalado por las AIC en las que tenía mucho protagonismo ese Dimas que acabaría conquistando a Enrique Pérez y convirtiéndole en su presidente de Cabildo elección tras elección. También están aquí los documentos.
También aparecen los tiras y aflojas míos con el dueño de la empresa en los años en los que el PIL no quería que yo estuviera en la Voz y lo pusieron como condición para volver a enchufar la manguera y regar las cuentas rematadamente malas. Me resistí. Y fue una lucha ardua, dolorosa, solitaria, pero rematada con el éxito judicial que esperaba. No olvido las tardes que pasé trascribiendo cintas de personajes lanzaroteños viejos como único trabajo. Tampoco al ejército de adulones que me hacían una cara y mostraban la otra al gran capitán.
Fueron dos años duros, de resistencia, en la más absoluta soledad, sin apoyos, sin consuelo, pero con una enorme capacidad de resistencia. Debo reconocer que no les podré agradecer a todos la experiencia que pasé. Sufrí un montón, pero crecí más. Ahora veo, en las carpetas, las comunicaciones que venían en el sobre de la cinta. Veo la firma, veo la letra de la máquina de escribir, y veo el nombre que acompaña a la firma. Siguen estando ahí, como la sentencia judicial a mi favor. Como el recuerdo integro, casi minuto a minuto, de la etapa en la que me tocó resistir. Donde, como tantas otras veces, me negué a hacer lo fácil, para encarar el reto. Con sufrimiento, solo, pero con la absoluta convicción de que no se puede alcanzar lo que está en el pico de la montaña metiéndote en un hoyo al pie de la misma. A estas carpetas, viejas y olvidadas, les falta mis horas de sufrimiento y pesar pero les sobra pruebas y argumentos para hacerme sentir a gusto conmigo mismo.
Los abusos no se aceptan de nadie, ni se permiten de nadie, ni se le hacen a nadie, me repetía mi padre. Y es verdad, si educas a tus hijos en el abuso, lo peor de todo es que acabaran creyendo que esa es la fórmula de trabajo a heredar junto con las propiedades familiares. A veces, incluso antes.
El 19 de enero de 1998 abandoné la celda de castigo de la Plaza de la Constitución, 2. Dejé la mesa que ocupaba de dos a ocho de la tarde, a la entrada, a la derecha de la redacción, me despedí sin mucha emoción del coro. La comunicación de la sentencia al patrón por parte de su abogado sirvió para que aceptara las condiciones exigidas y acabara mi penitencia. No hay nada más gratificante que la lucha contra la injusticia.
Con esta carpeta damos por acabado por hoy el trabajo de limpieza del archivo. Y esta, se queda. Ya les dije, estoy hasta por fotocopiarla.